domingo, 1 de noviembre de 2009

La Ficción y su Verdad

(Ensayo final de la materia Taller de Expresión I de la carrera Ciencias de la Comunicación de la U.B.A)


Las lenguas de ciertas tribus indígenas y diversas culturas dicen por ahí que cuando se le toma una fotografía a alguien, una parte de su alma queda encerrada en esa misma fotografía. Ya sea porque se cree que el artista ha logrado captar con su lente y sensibilidad “el alma” pura del retratado, ya sea porque realmente se piensa que dicha alma ha sido robada por el impertinente flash. Siempre me ha resultado interesante esta cuestión, pero en la actualidad no concibo que algo tan bello como la fotografía pueda a uno robarle literalmente su alma (y eso, partiendo del hecho de que la existencia de la misma no se halla aún comprobada). Tal vez sea por esa razón, que en un parque cualquiera una señora alejaba recelosa a su hijo, de la lente de la fotógrafa amateur que intentaba retratarlo tímidamente en su pequeño remolino de risas y palomas. Soy fiel testigo de que ninguno de los disparos fotográficos incidió siquiera en la sonrisa de aquel niño. Tal vez una parte de su metro diez quedó contenida en el aparato, pero no podría hablar de robo, sería un término muy excesivo. En todo caso, se trató de un niño que cedió involuntariamente una parte de sí para embellecer luego una fotografía impresa.
Y con la ficción ¿qué sucede con ella? ¿Acaso roba ella también, un pedazo del que se ha atrevido a escribir algo, a plasmar los propios pensamientos, a dibujar en la hoja, incluso retazos de pensamientos ajenos?, ¿O somos nosotros los que cedemos esa parte nuestra voluntariamente al desplegar el poder de la lapicera sobre el papel?
Primero debe partirse de la base de que existe una similitud fundamental entre fotografía y ficción. Como bien dice el señor de las armas secretas, tanto una como la otra recortan un fragmento de la realidad, fijándole determinados límites, pero de manera tal que ese recorte actúa “como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia, como una visión dinámica que trasciende (...) capaz de actuar en el espectador o en el lector como una especie de apertura...”
Una apertura que opera en la ficción, a través de las múltiples realidades a las que puede accederse a través de ésta, y los infinitos significados y asociaciones que ella evoca. Como una buena foto, la ficción proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucho más allá de la anécdota contenida en el relato o la foto y contiene, a su vez, las impresiones propias de quien la escribe, así como la foto retiene al retratado. Pero, ¿es aquello que evoca la ficción algo necesariamente contrario a la verdad?
Retomando las preguntas iniciales puede decirse que cada vez que escribimos ficción, ésta se lleva una parte de nosotros. Si se deja que lo haga involuntariamente o no, ahí está la cuestión. Toda ficción encierra algo de quien la escribe, algo que dicho autor puso allí adrede, o por equivocación, una parte de su fuero más interno: elucubraciones varias, pensamientos, emociones, que debían manifestarse de alguna manera y encuentran, a través de las letras, la forma de escabullirse entre los dedos y hacerse carne en el papel. La complicación está en descubrir si, contrariamente, fue ella, la señora ficción (quien más sino), la que robó (y aquí no me parece excesiva la utilización del término), ese fragmento más íntimo de nuestro ser, en un ultraje descarado hacia nuestra persona del que terminamos siendo, tarde o temprano, cómplices manifiestos.
Me resulta claramente opaca la cuestión: si las palabras las puso allí el autor, si ella se las robó a él, o quién es el ladrón (desgraciadamente, siempre hay uno) en todo esto. Cada cosa que se escribe está imbuida de las percepciones del mundo de dicho escritor; lo que le contaron; las “verdades” que le fueron transmitidas, así como las mentiras; todo en lo que cree y desconfía. La autora de “La fábrica de historias” manifiesta que aún cuando se crean mundos ficticios, no se abandona lo familiar, sino que sólo se lo transforma en lo que hubiera podido ser o en lo que podría ser.
Por lo tanto, ni lo que escribí puede ser tan mío, ni lo que se escribió, tan robado. Ni la ficción es tan ficticia, ni la realidad tan real. Siempre se parte de una base real, “verdadera”, para luego tratar de pintar una ficción un tanto realista o una realidad un tanto ficcionada (¿qué es lo real después de todo?. ¿Dónde está el límite, la línea que separa uno de otro? Hasta donde sé, no existe tal señalización, más bien esto responde a caprichosas convenciones acerca de lo que podría considerarse “real” y lo que no).
La verdad como tal no existe, lo que existen son representaciones de ella. Por ende, la ficción no podría nunca decir “la” verdad: no dice una verdad, tampoco cuenta mentiras: dice su verdad, que es de ella y por ende, de nadie más. Y si ella quiere, esa verdad puede ser la más mentirosa de todas. O no. Como diría Juan José Saer, verdad y ficción no tienen porque ser necesariamente contrarios, sino conceptos problemáticos que encarnan la principal razón de ser de la ficción. Uno y otro se miran, se rozan constantemente, se hablan y discuten sobre diversas cuestiones, entrelazándose, imbricándose en la trama que narra un relato determinado, tan cierto como ficticio, dependiendo del lente con que se lo mire. De la boca de este autor: “La ficción no solicita ser creída en tanto que verdad, sino en tanto que ficción”, “si recurre a lo falso, lo hace para aumentar su credibilidad”. En ella se conjugan lo empírico y lo imaginario, lo tangible y lo onírico, en una mezcla cuyo resultado no es sino un platillo de múltiples sabores e inagotables experiencias, un relato que dispara, como la fotografía pero no en el mismo sentido que el obturador de ésta, a una realidad que trasciende el recorte efectuado. Y en ella se experimentan millones de posibilidades, que no son mentiras, sino representaciones de realidades posibles, tan posibles como la realidad misma (que, como ya se ha dicho, no es más que un conjunto de representaciones). Realidades, mundos posibles que manifiestan, también, lo que sucede y no sucede, a la manera entendida por Javier Marías.
Se la ha tratado, entonces, injustamente de mentirosa, y ahora también, de dudosa ladrona (y la cuestión sigue abierta a la vacilación, hasta que se dilucide quién roba a quién).
Puede ser, entonces que nos acerquemos a la ficción, voluntariamente porque se nos ocurrió que debíamos hacerlo, pero en el germen de esta necesidad imperiosa se halla un elemento más profundo:
Uno puede acercarse a la ficción por pura casualidad, por un llamado “rapto imaginativo”. Sin saber porqué puede uno encontrarse , lapicera en mano, escribiendo líneas sin un rumbo determinado, hablando sobre cosas sobre las que tal vez hubiese preferido callar. Podría ahora decirse, que tales aproximaciones no son casuales. No es casual recordar determinados momentos de la infancia, determinadas vivencias, determinados hechos trágicos, triviales o felices y resignificarlos bajo el manto de la ficción o inventar mundos paralelos con personajes sombríos y extravagantes. No, no es casual, porque es ella la que siempre se cierne sobre el potencial escritor, arrastrándolo sin que éste pueda evitarlo. No, no es casual, ella sabe cómo, cuándo , dónde y ahí está siempre, puntual a la única cita a la que nunca faltará, para agobiarnos con el deseo de decir, decir, mostrar y mostrar con palabras lo que se quiere ocultar pero se dice igual; para contar su verdad a través de escritores, narradores artífices de su propio discurso; para robar esa parte que pertenece sólo al que escribe, y guardarla limpita, prolija (relativamente, dependiendo de caligrafías particulares) en un papel, quien sabe con qué propósitos malignos. Ella misma es la gran “araña en el zapato” de la que habla Gloria Pampillo, la culpable de que un hecho significativo vuelva una y otra vez a nuestras memorias, la que insta a escribir su verdad.
Esta en la naturaleza del hombre, entre sus varias actitudes reprochables, el echarle la culpa al otro. No podría ser de otra forma en este caso, responsabilizar a ella por el robo de éstas y otras tantas palabras . De lo que el escritor puede sí hacerse cargo, en todo caso, es de su falta de resistencia ante tan magnífica y enigmática dama.
En esto soy fiel testigo: de todas formas puede el lector creerme o no, pero en ningún momento estuvo dentro de mis intenciones escribir todas las líneas que precedieron, y ahora que las leo, veo que, una vez más, han logrado contar su verdad, y se llevan un pedazo de quién las escribe. Otro robo concretado.

El otro final (de "La Espera" )

Aquella turbia mañana del mes de julio, la mujer se levantó con mas pesadez de la habitual. Miró por la ventana. Las grandes y amenazadoras nubes cubriendo el cielo le anunciaban que sería un día como tantos (el clima se había presentado así durante toda la semana). Se puso sus pantuflas a cuadros y se dispuso a preparar el desayuno como cada mañana, con la parsimonia habitual. Su viejo perro lobo se acercó y comenzó a husmear entre los trastos de la cocina, con la esperanza de conseguir alguna tostada, y ella, también como cada mañana, lo mandó a mudarse por la puerta que da al patio interno del hotel, sin mucha convicción. No supo porqué el animal volvió a entrar por la misma al cabo de un breve instante, hasta que los vio.
Pasaron como una tromba delante de la ventana donde ella untaba, ya resignada, una tostada para el perro, no había tiempo que perder, la tostada voló por los aires (el animal observó desanimado como ésta iba a dar al tacho de la basura) y la señora en inusitada velocidad ya se hallaba encaramada tras la puerta por la que los dos hombres habían penetrado. Era la habitación del inquilino ese, medio raro. PUM!PUM! la señora se tomó el pecho con las manos y el olor a pólvora...PUM! Corrió a refugiarse en su cocina, donde se armó con el palo de amasar. Pero pasaron los segundos, los minutos que fueron horas, y nada sucedió. La señora se persignó.
Se lamentó por aquel hombre, extrañamente el macabro hallazgo del cuerpo conformaba un singular cuadro combinado con los pavos reales del papel carmesí. Pobre desgraciado. Acto seguido, agradeció que los daños materiales se redujeran exclusivamente a la rotura de los goznes de la puerta, y a la tostada, yaciendo ya, que en paz descanse, en el fondo del cesto de residuos.