jueves, 13 de noviembre de 2008

Los otros I

Pueyrredón y Samiento, 15:30 hs. El hombre dormía envuelto en la manta. Dormía, pero no plácidamente. Dormía como puede dormir un hombre de edad indefinida envuelto en una manta símil leopardo, en posición fetal, sobre una vereda de baldosas céntricas y mugrientas, la mejor cama que alguien pudiera pedir. Su cabeza se había acomodado sobre una negra zapatilla aplastada que oficiaba de almohada. Sus pies, descalzos y negros, ironía de la vida que lo había forzado a escoger entre calzado o almohada, el triunfo otorgado a ésta última. Era plena tarde y dormía, dormía pegado a, oh casualidad, una zapatería. A escasos centímetros de su cuerpo dos pies calzados pisaban distraídamente las baldosas, miraban a los otros zapatos, los que se exhibían coquetos y orgullos en la vidriera de la zapatería, mofándose del resto, los que pasaban por la vereda, gastados de caminar calles y veredas. El hombre de abajo abrió los ojos, observó desde su posición al hombre de arriba.
-Si querés llevarte un par de zapatos, amigo, tenés que acostarte acá en el piso, un ratito, así cómo estoy yo.
Acto seguido, tomó el zapato que tenía debajo de su cabeza, y lo colocó cuidadosamente en su mano. El zapato, entonces, habló:
-Es verdad, no tenés más que acostarte un ratito acá, apoyar tu cabeza sobre mí, aunque no demasiado fuerte, experimentar un rato la dureza de las baldosas, ponerte un rato la mantita y descalzarte también. Después de eso podés decidir: poner tus pies dentro de mí y de mi otro compañero, y llevarnos con vos nomás, o regalarnos a alguien que realmente nos necesite.
En la vidriera, los zapatos, recelosos, miraron con cordones fruncidos y gestos reprobatorios. Ellos estaban allí para ser vendidos a quien estuviera dispuesto a pagar el justo precio por sus hermosas hormas, y no toleraban los experimentos de caridad llevados a cabo por un pequeño grupo de zapatos que “deshonraban a la totalidad de la comunidad calzadoril”.
El hombre de arriba tomó el zapato, bajó al suelo, y se dispuso a dormitar un rato allí, en el lugar donde se había hallado el primer hombre, ahora de pie, con un par de zapatos en mano (le pareció que lo observaban expectantes) y la manta símil de leopardo en otra.

La moralidad del señor Biasutto

La mano. La mano de hombre pulcro, prolijo bigote, se apoya suavemente sobre la mano de mujer y sus dedos se deslizan imperceptibles, en una caricia cargada de intenciones. De intenciones puras, había pensado la ingenua, la mano de mujer, la de flequillo y camisa planchada. ¿De intenciones puras?. Esos dedos ahora desabrochan presurosos el cinturón, se arremangan y se apoyan breves instantes sobre los azulejos( los azulejos sienten la palma sudorosa) para tomar impulso y perpetrar lo indecible, lo imperdonable, lo indeleble. Y esos dedos arremeten y se atreven, y exploran lo que la ingenua siempre había negado de sí misma. La mano era suave y caballerosa, pero es agresiva y no repara en delicadezas. El orden desordenado, la cara contra la pared. Y los azulejos son testigos involuntarios de esa otra mano que se apoya contra ellos ¿desesperada?. La mano que sufre pero no llora, la mano que aguanta silenciosa el calvario. Los dedos que la invaden, falanges, uñas, todo, la escrutan, la escarban cómo si quisiesen hallar la raíz de algo. La puerta, los azulejos, ciegos, sordos y mudos. Y los gritos son silenciados por la mano más grande, esa que cubre y oprime, incólume, la boca del país entero, y también sus ojos.

Forever young

Los verdes ojos de Daniela se abrían y cerraban, molestos, en el acolchonado asiento del micro. Estaba incómoda, no podía dormirse. No era demasiado tarde y además todavía le duraba la conmoción por lo que acababa de vivir.
Si bien siempre había colaborado con alimentos y ropa vieja, era la primera vez que le tocaba participar también en el viaje. Se organizaba cada año, con los alumnos de primero, segundo y tercero que quisieran asistir. Eran tan solo tres días, una visita breve, llevar las cosas y hacer algunas actividades con los chicos. No se les solucionaba la vida, pero al menos una sonrisa momentánea se les sacaba (para volver con la conciencia tranquila, el que queda satisfecho de haber cumplido la labor de buen samaritano luego de tres días, y se otorga el derecho a olvidarse de ellos el resto de los 362 días del calendario). Y no se podía dormir.
Le duraba en los brazos, en los codos, en los dedos, la sensación de todas esas manitos de tierra, diminutas, aferrándose a ella; sonrisas de caries hablándole con vehemencia, susurrándole con tonadita, plegarias de todos los colores, como si ella fuera una especie de Virgen María a quien adorar, una salvadora ante quien rendirse. Era la primera vez que ella estaba en el Chaco, y las manitos le agarraban hasta las rodillas.
Les habían pasado algunas películas, junto a catorce compañeros más les habían pintado y reacondicionado dos aulas. Hicieron rondas con ellos: jugaron sus juegos, cantaron sus canciones (ay que vergüenza la niña en penitencia, su madre le ha retado por hacerse la sinvergüenza. ¡Dale un besito a quien le querés mucho más, pero menos a tu mamá!), los cargaron a caballito, les prepararon una obra de títeres y hasta una corografía con un tema de Chiquititas, y chufa-chufa-chá, a jugar que se es feliz por un ratito, a remendar con parches los corazones con agujeritos.
Miró por la ventana, era de noche. Oscuro, oscuro, excepto por una estrella perdida, quizás la última. Trató de dormirse, dejar que el mundo onírico hiciera total y completa posesión de su cuerpo. Recurrentemente, soñaba que volaba, de día y de noche volaba: con el pensamiento, el sentido y las ganas. Deseaba levitar en lo nublado, en lo soleado, en las zonas de nubosidad indefinida, en los espacios vacíos, en los azules fragmentados. Cerró los ojos e hizo mucha fuerza. Le hubiera gustado transformarse en paloma ahí mismo y volver a despedirse como corresponde. Sentía que la habían arrancado de aquel lugar. ¿A quién se le ocurre? Más de 1000 kilómetros de viaje para pasar un par de días y luego “un beso, que estén bien, nos vemos el año que viene, nos vamos porque se nos hace tarde para nuestra excursión en la algodonera”. Algodonera. Sí, ¡algodonera!. ¿A quién se le ocurre que podría interesarle la algodonera luego de las cosas que acababa de ver?. Gustosamente, Daniela se hubiera quedado más tiempo, pero, oh no, la algodonera no podía esperar. Así, se la arrancaron de las manos. Se quedaron ellos, sin su virgencita, ellos que eran santos de cara renegrida.
Antes de salir, había visto como un padre le pedía a una profesora que se llevara a su hijo a Buenos Aires, para que tuviera. Escuchó el discurso: “otra vida, oportunidades”. La mujer tuvo que negarse a aquel niño entregado como paquete. En el rostro de éste, el rechazo de toda una sociedad. Tener las suelas rotas y un vacío en el estómago significa lo mismo, y Daniela lo sabía, tanto en Villa Crespo como en Chaco. Quizás era la ilusión de la lejanía, la que irónicamente permitía a los chicos de esta escuelita ser mas “merecedores” de su caridad, pero NADA, excepto la tonada al pedir, los diferenciaba de los que ella veía a diario. Mismo abandono, mismo desasosiego, el amor en penitencia, por culpa de otros, responsables, los verdaderos “sinvergüenzas”.
Se tocó el bolsillo, asegurándose de llevar la carta que un nene con orejas grandes y pies pequeños le había entregado. La tenía. Los bolsillos le volvían, sin embargo, también intensos, llenos de un cariño como pocas veces había recibido. Era de quienes se lo entregaban incondicionalmente, los desprotegidos, y ella se los hubiera llevado a todos en esos mismos bolsillos. En cierto sentido, así lo hizo.
Daniela pensó en su casa, en su hermana Camila, en lo contenta que se pondría cuando llegara y le contara lo que le tocaría vivir en carne propia el año entrante. ¡Había crecido tanto en este pequeño viaje! Y ya había decidido, luego de egresarse en 2008, estudiaría trabajo social.
Julieta y Delfina interrumpieron su glorioso momento reflexivo y la sacaron de su ensimismamiento:
-Estamos jugando al truco adelante y nos falta uno, ¿te prendés?
Claro que se prendía. Y ahí fue Daniela, para distraerse un rato, hacia los primeros asientos del micro. Y ahí se fue ella, toda ella y otras diez vidas más. El impacto fue devastador, el daño, irreversible.
“La responsabilidad recae sobre el chofer de un camión que venía de frente, por el carril contrario”, dijeron los medios de comunicación, “se quedó dormido”, dijeron, “una tragedia muy dolorosa/ accidente fatal”,dijeron, “once vidas”, dijeron. Once vidas. ¡Pero si no fue así! Si fueron once pájaros los que remontaron vuelo, esa misma noche, en el cielo de Reconquista. Daniela desplegó sus alas, por fin, lo que tanto había anhelado, y en el exacto momento en que el techo se abrió, se abrió el cielo, para dar paso a la única paloma de ojos verdes que habría de conquistarlo alguna vez, la virgencita, escoltada por otros diez alados. Y marcaron rumbo hacia la línea donde el firmamento se funde con madre tierra, manchada ya por los primeros rayos de una aurora rojiza. Luego se perdieron, las por siempre jóvenes aves, coronando las nubes, y más arriba, más, más arriba, hasta que ya no hubo más que trazos de plata y amor, y la impronta de perdurables ecos, aleteando eternamente en el aire.

Un beso y una flor (al partir)

María se paró frente a mi, faltaban tan solo unos minutos para que se marchara y yo ya comenzaba a extrañarla. “No te vayas todavía ¿por qué te tenés que ir si no querés?”. Puso su delicada mano sobre mi cabeza, despeinándome el flequillo y alborotándome las ideas. “Vas a tener una buena educación, Flor. Prometeme que cuando seas grande te vas a ir a buscar un buen trabajo en la ciudad, prometeme que no vas a terminar como yo”. Pero yo quería ser como ella, con su cara de gitana, su largo y sedoso pelo negro, su piel transparente. La miré. Carecía de expresión alguna, era imposible que su cara delatara su ánimo, nunca lo hacía. “Sos la reina de las rocas, sabés”, siempre se lo decía, y creo que hasta había llegado a creerselo, tal era su hermética existencia.
La señora Mimí le tenía listo el equipaje ya: algunos corpiños y remeras; su mejor minifalda y el único camisón con encaje y puntilla que había poseído en su vida, hechos un bollo en la desvencijada valija. Se me ocurrió que adonde iría Maria haría mucho calor, a la playa seguramente. Me quería ir con ella, pero la señora Mimí dale que dale con que soy muy chica, que todavía me falta crecer y aprender algunas cosas (ja, si supiera lo bien que me las arreglo sola cuando ella se va a visitar a sus amigos). Cada mañana la veía empolvarse desde temprano, el rostro descascarado ya por tantas capas de barniz cosmético, inútil, tratando de ocultar lo inocultable, el paso de los años, las marcas en la piel. Su boca, de un color extremadamente chillón y llamativo. Era la señora artificial contra la supuesta belleza etérea de María y yo. Porque siempre nos decía eso, que teníamos “la rara belleza lánguida, y esa piel de porcelana que a los hombres les fascina. Si saben usarla, combinándola con un buen escote les irá muy bien”. Y la señora Mimí adoraba los escotes, casi tanto como los tacones altos. Se acrecentaba la profundidad de los primeros, cada vez mostrando más e insinuando menos, con el paso de los años, de la misma forma que acrecentaba la cantidad de barniz aplicado a su cuerpo corrompido y suspicaz rostro.
“Así que no molestes” decía ella, que ya en unos años yo iba a poder irme adonde iba María. ¿Adónde iba María?. “¿María, adónde vas?”. Me clavó sus ojos negros, que ojos más lindos, que ojos más inentendibles. Con María y sus expresiones no hay caso, pero si una tiene suerte, si una se acerca lo suficiente quizás algo llega a descifrar. ¿Y qué había en sus ojos hoy? Una mezcla de cosas, color de universo y soledad. Así es ella.
Sentí unos suaves pero apresurados golpes en la puerta, ya era hora. María se paró en el umbral de la habitación, luego giró sobre sí y su negra cabellera, larga hasta la cintura (y coronada por una flor blanca-pura en su oreja derecha), acarició toda su espalda. Me plantó un fugaz beso de despedida en la mejilla. La señora Mimí le dijo que no se olvidara de todo lo que le debía, que eso era lo menos que podía hacer para retribuirla. Nos había encontrado hace cinco años, cuando María tenía diez, cuando yo era una pequeña piltrafa tomada de su mano, sobre el camino de tierra que daba a su rancho, revolviendo entre sus residuos. Nos había dado alimento y techo. No era algo que pudiera llamarse precisamente un hogar, pero había hecho bastante por nosotras, y ahora se lo echaba en cara a María: “Es lo menos que podes hacer por mi. Vamos, te vas a hacer mujer de una buena vez y vas a ver que te va a terminar gustando. Todas se hacen las cocoritas al principio y después, después te acostumbrás. Es la vida que nos toca.” Y ella seguía quietecita, mirándola firme, creo que ni pestañó.
No quería que se fuera todavía. A pesar de que la señora Mimí me aseguró que estaría acompañada, que habría otras, una Florencia, una Marita y no me acuerdo quienes mas. La llamé y lo único que vi fueron sus ojos negros, esta vez hablaron y dijeron “prometeme”.
Corrí, me encaramé en la ventana del cuarto, y las vi a todas: todas en el camión, todas como María, de frescas ropas y ligero equipaje para tan largo viaje (las penas pesan en el corazón). Treinta ojos mirando hacia el camino y hacia la nada. Y pensé en la promesa, y pensé en que no podía cumplirla, no podía esperar a ser grande, ¡quería crecer ya!, no podía esperar para poder irme yo también, con tantas otras a la playa. Todas etéreas, todas frágiles, todas como María, todas impertérritas, todas reinas de piedra.

Esto

Es bien sabido que muchas personas tienden a alquilar películas los días lluviosos para matar las horas, y papá no es una excepción. Vamos hasta el videoclub que queda a dos cuadras de casa, prendida yo de su mano, saltando charquitos con mis botas rosa, con la certeza de que me dejará elegir algún video de mi preferencia, “ menos “pie pequeño” o “mi pequeño pony” porque ya las viste mil veces”. Durante el breve trayecto hasta el lugar mi mente va recorriendo las posibles opciones a alquilar, sin descartar las vedadas por mi padre claro está.
No es sino hasta que entramos, que recuerdo la existencia de “IT”, y un escalofrío me recorre de botas rosas a húmeda cabeza. Rápidamente tomo a “E.T.” (cualquier similitud entre los nombres no es pura coincidencia). Mis ojos recorren lentamente las cubiertas de las películas infantiles en exhibición, manteniéndose alejados de la sección donde él se encuentra. El es “IT”, claro está. Inevitablemente, como en cada visita al video club, me veo arrastrada por una especie de fuerza invisible e inexorable que me deposita, indefensa, frente al temido asesino, payaso de película. SÍ, IT. Su rostro blanquísimo se funde con el resto de la cubierta del video, contrastando con el rojo sanguinolento que ha sido plasmado en su boca. Por algún extraño motivo que escapa a mi corta comprensión, lo imagino completamente calvo, una calva pálida, prolongación de su cara, pálida. Clava los dos ojos negros, dos huecos de infinita malicia, proyectores de malditas e inconfesables perversiones, en mi pequeño rostro que no quiere ver, y sin embargo, mira. Me escruta, inescrupulosamente teje su red siniestra sobre mi. Y me atrapa. Un pequeño paso y ya estoy a la altura de su sonrisa burlona, maliciosa, porque sabe que me será imposible librarme, salir victoriosa del asunto. El embrujo es inapelable. Presa del hipnotismo, el cordero se adentra solo en la boca del lobo. Esa boca que, pintarrajeada de rojo sanguinolento, se abre desmesuradamente, me recuerda a “el agujerito sin fin”, y los ojos, podría jurarlo, refulgen de júbilo mientras la misma fuerza invisible, invencible me empuja hacia la cavernosa cavidad, el hueco mismo de mi perdición. Y voy cayendo lentamente, música de circo resuena en mis oídos, cada vez más fuerte, nunca se detiene, es una caída infinita, un payaso eterno.

Sube-y-baja

De pie frente al primer peldaño de madera, como cada mañana luego de desayunar, lista para buscar la mochila del dormitorio y comenzar el día. Son sólo veinte escalones, no es nada. Veinte escalones de madera oscura, encerados y relucientes, el trayecto ineludible que debe hacerse de un piso a otro, porque desgraciadamente aún no se me ha concedido la gracia del vuelo.
Mi mirada desciende hasta los pies envueltos en gigantísimas peludas pantuflas. El derecho, que siempre se ha caracterizado por ser el más valeroso, se halla levemente más cercano al primer peldaño, dispuesto a comenzar la subida, y el izquierdo, con la actitud resentida del que sabe que no tiene más remedio que seguir al otro, deberá entonces seguirlo. Lentamente, un paso y luego otro. Las pantuflas se deslizan peligrosamente por su cuenta, parecen hacer caso omiso a mi orden de detenimiento. Resbalosos, los escalones me observan desde su segura posición, abajo, con sonrisa macabra y así delatan el maléfico plan que han estado urdiendo, la trampa mortal que diariamente tratan de tenderme. Y en su maldad parecen hacerse más lisitos, más empinados, más cortos, demasiado cortos para las gigantísimas peludas pantuflas que pisan amenazadoramente las puntas de los mismos, se tambalean y siguen.
Casi intuyendo lo que vendría a continuación, levanté la vista: la siniestra escalera caracol se elevaba ahora hasta el infinito, retorciéndose en maldita espiral de multiplicados escalones, multiplicadas también sus sonrisas macabras y la sorna en sus ojos de brillo maderil. De pronto las pantuflas se han estancado, a mitad de camino se han estancado y no hay baranda. Había una, sí, pero como es lógico al plan maléfico, ya no la hay. El frío proveniente de mis gélidas entrañas, congeladas por el pánico, contrasta con el calor de mis pies que se asfixian en las gigantísimas peludas pantuflas. De quitármelas podría subir con más seguridad. Pero no salen, no, porque se han percatado de mis intenciones y se aferran a los pies con más fuerza aún, y el calor vuelve a subir desde estos pies asfixiados al resto del cuerpo. Uno, dos, tres, cuatro escalones más, y el dolor se hace insoportable. Uno más, y puedo sentirlos rojo sangre, ardiendo, derritiéndose dentro de las pantuflas y los escalones tan lisitos, encerados, ahora también brasas ardientes.
Me dispongo a hacer lo único que queda por hacer: (y sorpresivamente la distancia con el siguiente piso ha vuelto a acortarse) Tiro con todas mis fuerzas de la pantufla izquierda, garrapata que se ha amalgamado con mi cuerpo, tiro con todas mis fuerzas y un dolor punzante me golpea, me brota desde abajo, y luego cede para dejarme percibir que la pantufla se ha desprendido, y con ella mi pie izquierdo, con la actitud resignada del que no tiene más remedio que seguir al otro, en este caso la pantufla. Y la escalera se ha hecho eterna nuevamente, extendiéndose, gran paradoja, hacia infiernos de escalones más empinados y más y más lisitos. Era la trampa mortal, desde luego, el plan maléfico llevado a cabo a la perfección.
La pantufla derecha aún así, obstinadamente decide que debe avanzar, pero no hay izquierda que la siga, no hay pisada que secunde a esta primera, tambaleante. La caída era inminente e inevitable el encuentro con las duras baldosas.
Desciendo en picada ante los miles de escalones, su sonrisa macabra más macabra que nunca. Luego mi madre me encontrará tendida al pie de la escalera, e intentará en vano pegarme el desprendido y maltrecho pie con poxipol (ya te dije que no se puede, ma). Cosas que pasan.