viernes, 5 de diciembre de 2008

Los tiempos que corren

20:04. Se sienta en el asiento aterciopelado, en el tercer vagón de aquel silencioso gusano con miles de ojos que recorre las inmediaciones subterráneas de la ciudad cada día. Mira hacia su derecha y la visión que le devuelven sus ojos cafés es la misma de siempre: conjuntos de pestañas caídas, rostros alargados por el cansancio y la preocupación de éstos días. El hombre de mameluco azul oscuro está sentado entre todas éstas pestañas, como siempre y él, tiene la impresión de que trabaja para alguna empresa de correos, seguramente se aburre cada tarde, son tan pocas las cartas que se despachan hoy en día con todo esto de internet y los correos electrónicos, piensa él.
Él, nuestro hombre, se llama Juan. A su izquierda observa al intelectual (así Juan lo había apodado, pero bien sabía que se llamaba Juan, igual que él) con sus gafas, leyendo el diario. Coincide con él todos los miércoles, excepto que hoy no es miércoles. Lee en la primera página del diario, aquella palabra que tanto ha resonado en sus oídos éstos últimos días (además, claro está, de “cacerolas” y “helicóptero”), a la cuál siempre había asociado, hasta ese momento, con el lugar dónde los bebés son colocados, o los animales de las granjas. Quién diría ahora que este término tan sencillo, y en diminutivo, sería capaz de sacar canas verdes a la mitad de la población. Se fija en un titular que anuncia que un reconocido representante del teatro de revista argentino se ha puesto a la cabeza de un grupo de manifestantes, “claro, porque ahora le toca a él de cerca también”, Juan comenta, sin percatarse que está dejando fluir sus pensamientos en voz alta. El intelectual, baja el diario: así están las cosas, son los tiempos que corren, que le vamos a hacer, le ofrece un cigarro, “para cuando baje, eh” y a otra cosa mariposa. Juan se lo guarda en el bolsillo del pantalón gastado, rojo como la sangre más roja, como la que podría emanar cualquier rosa, si éstas sangraran, claro está. 20:09
Una madre con su niño pequeño dormitan en el asiento de adelante. Lo ha abrigado como para ir al polo norte, piensa Juan, y se asegura de que esta vez sus pensamientos se mantengan de la boca para adentro, no está de ánimo como para que una madre comience a darle lecciones sobre la mejor forma de preservar “la delicada salud de la criatura”, es decir el hijo.
El traqueteo de aquel gusano es imperceptible para sus oídos y para su cuerpo en esta ocasión, tiene cosas más importantes en qué pensar.
En Pasteur sube la chica linda, la del lunar, esa que lo volvería loco, de no hallarse él casado y de no ser ella la novia del intelectual. “Nos vamos a casar en un mes”, le dijo él, uno de los tantos miércoles que le tocó sentarse a su lado y, a pesar de que no eran amigos, entendió aquella declaración como un señalamiento de territorio.20:15 Ella sube, y baja el supuesto cartero, u hombre del correo. También, como cada día normal. Excepto que hoy no es un día normal. Hoy a Juan lo despidieron de su trabajo, lo echaron de la repositora donde trabajaba sin prácticamente explicación alguna. Infundados en trajes negros, dos hombres que él jamás había visto en su vida, se le acercaron: no tenemos quejas de usted, le dijeron, falta de presupuesto, le dijeron, darnos el lujo de demasiados operarios, le dijeron, los tiempos que corren, le dijeron.
Ja, los tiempos que corren. Bien sabía él sobre “los tiempos que corren”. También le dijeron “recomendación”, “mucha suerte” y otra tanta sarta de idioteces que no recuerda, y después chau si te he visto no me acuerdo. En su casa, Martita seguramente estaría esperándolo con algún plato de polenta o arroz desabrido, y los chicos estarían ya enredados entre pesadas frazadas, con suerte en el séptimo u octavo sueño. Pobre Martita, la había conocido cuando todavía era un pimpollo, una sonrisa andante, cuando iluminaba todo lo que tocaba y reía con esa risa, esa carcajada que era una cascada cantarina y lo había llevado a él, picaflor malandrín, hasta el altar, hasta el “en la salud y en la enfermedad” sin chistar, antes de convertirse en ama de casa abnegada, antes de que el paso del tiempo y los hijos descascararan su belleza y su carácter, antes de que aquellas arrugas apareciesen en la comisura de su antigua carcajada, y, decididamente mucho antes de que las peleas entre ellos se hubiesen tornado un elemento más para acompañar a las tostadas en el desayuno. Pensó en ella y en sus hijos.
La madre y su niño, aún adormecidos, se bajan en Pueyrredón.20:18 ¿Cómo decirles ahora? Seguramente lo entenderían, son los tiempos que corren y muchos otros han quedado en su misma situación. Pero ¿cómo decirles, cuando lo que él ganaba en la repositora era lo único que les daba de comer, lo único que pagaba los remiendos en los guardapolvos... y las suelas gastadas de tanto caminar? Juan tenía deudas. La chica del lunar desciende. Deudas con los bancos, cuando decidió construir su precaria vivienda. Deudas con prestamistas, cuando decidió arreglar su precaria vivienda hasta tornarla en algo relativamente habitable. Deudas y más deudas. Llega a Carlos Gardel y debe bajarse, ha estado absorto en sus pensamientos y no se ha percatado que su compañero del diario también ha desaparecido.20:20
Comienza a caminar entre callejuelas, bocas de lobo que lo tragan mientras él patea su suerte por la vereda en aquel paraje desolado. Hace rato ya que el dorado ha barrido con sus últimos rayos la suciedad de ese lugar. La noche le cae encima, el viento en la cara del invierno, frió e inexorable le tajea las mejillas, y también las entrañas. Lenta y dolorosamente, como el paso de aquel cartonero que observó en la mañana (cuando se dirigía hacia la repositora, cuando todavía tenía un trabajo), él avanza. Lo escoltan gatos y otras criaturas del siniestro submundo nocturno. Quedan tan sólo un par de cuadras hasta llegar a su casa, a Martita, al arroz desabrido y a las no ganas de explicarle nada, de no ver su cara cansada y la desilusión, cuando le diga lo que ha pasado, las ganas de no ser él, sino otro, otro Juan, (o quizás otro nombre), en otro lado, con otras preocupaciones, otro hombre lejos de ésta realidad. Pero no. Quedan cinco cuadras, y son cinco cuadras grises e inciertas. No, no son las cuadras, Juan piensa que es su porvenir, las cuadras en esta zona siempre han sido iguales (o al menos, él no tiene registro de que hayan sido arregladas en años). En estas elucubraciones se halla sumergido cuando nota su presencia. Se acercaba despacio, sigiloso, pero con paso firme y decidido, un tigre acechando a su presa.20:25. Juan calculó, lo tendría a una media cuadra de distancia aproximadamente, y acercándose. Un abrigo gigante que llegaba hasta la mitad de su rostro, y ocultaba sus garras, cubría casi todo su cuerpo. La capucha no le permitía vislumbrar sus ojos de felino. Un escalofrío, que no veía ni de Juan ni del otro, recorrió el lugar enteramente. La callejuela se estaba alistando para lo que habría de presenciar.
Juan aceleró el paso levemente.20:26. El tigre se acercaba cada vez más, sus garras en los bolsillos. La negra cuadra parecía un camino infinito, un agujero negro, desprovisto de espacio y tiempo, que los había transportado hasta aquel instante, aquel punto dimensional donde se hallaban suspendidos, ambos perdidos, en medio de una constelación propia. Y no había ni un alma a la vista.
Ya es tarde, el hombre, el tigre, esta casi a la altura de Juan. Cruzan gélidas miradas, el silencio se rompe, el aire se rasga con la navaja presta que sale a la batalla y la cara sorprendida de quien se halla frente a ésta asesina de acero inoxidable, y el agujero negro se hace mas profundo.
-Dame todo lo que tenés o sos boleta.
La estupefacción se refleja en los ojos de aquel hombre, sus manos seguían en los bolsillos. Dame todo porque te mato, y la sorpresa da paso al terror. Y las manos seguían en los bolsillos.
Juan lo está agarrando del brazo, mientras su dama de acero roza provocativamente la zona debajo de las costillas de aquel hombre, del tigre con abrigo que sólo tiene 20 pesos y es todo lo que entrega. No hago nada con 20 mugrosos pesos, dame TODO te dije. No tengo mas nada, por favor, te lo juro, tené piedad. Pero Juan no conoce de piedad, no sabe de piedad, sólo sabe de sus deudas, de su desempleo y su familia y los tiempos que corren, ¿qué corren a quién? a él, naturalmente. Piensa en su familia nuevamente, ¿realmente los quiere? Se percata de que en verdad es sólo un amor rutinario, automático como la aguja de un reloj que se mueve porque ha sido programada para tal función, y que sencillamente nada le importa. A la aguja nada le importa, excepto el tiempo, y a él nada le importa, excepto este tiempo, esta aguja que lo corre, que lo apura y lo obliga a la puntualidad en sus deberes, a la eficiencia, a no malgastar los minutos: “el tiempo es dinero señores”, pero también lo detiene y lo congela. Y se para el reloj, algunas veces se para el reloj. Como ahora, eternamente 20:26, y luego se acelera, como si en aquel aceleramiento pudiese uno recuperar el tiempo, los instantes perdidos. Sin embargo, no, nada es lo mismo.
Aquel desgraciado le suplica en silencio, con la mirada. Y en sus ojos se ve a él, a él mismo hace un año, volviendo del trabajo, una noche invernal de abrigo enorme y manos en los bolsillos, ¿qué hora sería?, siendo interceptado por un sujeto que le saca su escaso capital a punta de navaja. Otro como él, empujado por la desesperación, ¿o sería él mismo?, ¿sería él mismo, acaso empujado por este agujero negro, este callejón de perdición que lo obligaba a revivir aquel desdichado suceso otra vez? Pero esta vez él tenía la navaja, él tenía el poder, y no esos ejecutivos de la repositora, él y nadie más que él, y este hombre que ahora temblaba delante de sí como una hoja de papel, que a la vez era él mismo y un don nadie se desgarraría de dolor cuando su dama inoxidable, hundiese su único colmillo, fatal debajo de sus costillas. Así haría catarsis, se liberaría de una vez por todas y dejaría que el agujero negro lo tragase, lo arrastrase hacia su recóndito abismo, ya libre de toda la furia y la desesperanza que habían sabido invadirlo. Se iría.
Apronta la navaja, pero el hombre, que ha quitado sus manos del bolsillo, descubre un par de gafas, y un diario, cuya portada Juan había leído hacia unos instantes, viajando en el subte. El intelectual ha reconocido a Juan, y Juan ha reconocido al intelectual, el otro Juan, que no es él mismo, o acaso, quizás siga siéndolo aún: una versión exitosa y mejorada de Juan, con buen empleo y capital cultural, su contrapartida. Y va a casarse con la chica del lunar.
Desencajado, Juan suelta su brazo y deja que se marche, incluso con los 20 pesos. Había tenido el poder en sus manos y en un segundo todo se había desmoronado. Aquel callejón había logrado burlarse de él una vez más. Todo le da vueltas. Se recuesta contra la fría pared gris unos instantes para recuperar el aliento y la compostura. Ya no hay rastros de su otro yo en la zona.20:34. En silencio, se lamenta ser y no ser el otro Juan, se cuestiona por su verdadera naturaleza. Finalmente, decide que deba apurarse, tal vez el arroz no se haya enfriado del todo, pero los minutos son preciosos, eso se lo enseñaron en la repositora, y si espera encontrar un mínimo de tibieza en el plato es mejor avanzar sin rodeos. Agacha su cabeza, apura el paso, y continúa el recorrido por el gris callejón de su vida. No desespera, sabe que el color cambiará eventualmente, que esto es algo momentáneo, que sólo depende de algunas varias vueltas más de la aguja. Que todo, absolutamente todo, y debe incluir a su familia también, se hallan a merced de esta tirana giratoria. Sólo le queda rogar porque siga corriendo, cada vez más y más y más rápido, y todo será historia.
El viento no favorece a quien anda sin timonel, decisiones deben tomarse, de otra manera la giratoria lo encontrará en un futuro estancado. Eternamente 20:26.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Si María Iribarne y María del Carmén Huerta fueran una misma persona

Anotador en el regazo, hoja en blanco a estrenar, lapicera en mano, mordiéndola, mordiendo con mis dientes el capuchón, acto inconsciente mirada perdida en los árboles de adelante, los de más allá, cruzando el gran charco que es laguna y tiene patos compitiendo por la atención de los presentes y la comida que arrojan sus manos. Caen dos o tres gotitas, imperceptibles, plap, sobre mi rodilla desnuda, izquierda, plap, sobre mi frente despejada-despeinada-despierta, y me devuelven, me traen de la lejanía de esos árboles y sus hojas de papel celofán crsh crsh, se bambolean en ramas de goma, y se chocan entre sí. Pero no estaba lloviendo, ¿por qué las gotitas?¿sudor, lágrimas, o qué?¿o quién?. Tuvieron mis ojos que mirar para arriba, que belleza, sentada bajo la sombra de un magnífico árbol y recién ahora se percatan ellos: un rompecabezas, la luz se colaba entre las hojas, y se rompía al traspasarlas, y por ella es que el verde se volvía amarillo, y entonces lo vi. Y las gotitas eran por él. Lo vi y fue todo pavor y hermosura, gestitos pasmados y extrañamiento. Maravilla ante aquel ser nunca visto, increíble y temerario: las gotitas brotaban de sus extremidades, me las convidaba. Plap, otra que se cayó, dio contra mi cuello que ahora se doblaba, se estiraba más y más para verlo mejor. ¿qué era? Imposible precisarlo, criatura criatura.¿qué quería? Toda incógnita naciente y mis ojos que se lo preguntaban y los suyos que no me lo respondían . Quiso que subiera. ¡Pero si no me acuerdo ya como trepar árboles! No ves que soy grande y toda responsabilita, y un desastre, que no me entiendo pero que no se note, que la frente siempre en alto y los de afuera son de palo (alto o no, me resulta indistinto en este caso). Más vale que lo sabía él, toda sonrisas y ojitos y ya estaba yo posada en una rama sin saber cómo ni cuándo, y que no se crea la gente que subí por mis propios medios. Era todo un descubrimiento, los patos se habían percatado y ya me miraban, no así quienes les daban de comer (como era de esperarse). Hablamos en una lengua, o dos, sobre don pirulero y otros temas no menos importantes. Después tuve que contarle de la chica que con esas gotitas mojaría el suelo, sólo por puro placer de sentirle el olor tan así, tan mojado, y contener las ganas de echarse una bocanada de ese barro-bendito, su tierra, por el esófago, pero ¡ay de su estómago!; y que no quería convertirse en la mujer de ese otro libro, la que miraba desahuciada hacia el mar, retratada a través de la ventanita oculta, con aires de playa y soledad. María se llamaba. Tal vez fue que lo aburrí con mi discurso, porque ahí nomás remontó veloz vuelo, ahí ave rapaz contra las nubes de las tres de la tarde, recortadas todas sus ganas en el triste horizonte. Vuelo alto que no caerá en picada, porque esto es un cuento y si yo no lo quiero así, a mi pájaro no le pasa nada, que si fuera vida real, agarrate: ahí nomás ya están con todo eso de que lo que sube siempre tiene que bajar y que se yo que más de la ley de gravedad y la manzana que golpeó la cabeza de alguien. Me gusta pensar que era una de las verdes. Y se perdió, entonces, arribita, y me dejó desorientada en la rama del árbol, no, ya estaba de nuevo en el suelo, debajo de éste: hoja en el regazo, lapicera en blanco a estrenar, anotador en mano, mordiéndolo (evidentemente los recientes hechos han dejado duradera secuela de confusión en la mente y objetos circundantes, por extensión). La mirada perdida de nuevo en los patos lejanos, meciéndose, chocando entre sí, “cuaqueando” cuac-cuac, en las ramas de agua de los árboles de más allá, cruzando el gran charco que es laguna de personas y tiene manos, compitiendo por la atención de las hojas de celofán crsh crsh, y la goma que éstas le arrojan. Pero a mi no me engañan. Y el me dejó sus gotitas, otras, en el dorso de la mano que sostiene el anotador que muerdo (vengo a recordar que con la celulosa no pueden los jugos gástricos, pero tarde piaste, pié). Pié, no como gorrión, al menos como alondra embravecida. No remonté vuelo de todas formas, no en ese momento. Y esa agüita en mis manos era para la tierra, porque quién querría más sustancia en esa laguna de personas que se agitan y yo tiemblo como ellas, pero seca. Habría pensado que podría hacer barro, y probarlo, una cucharadita cero porciento de grasa y colesterol, mejora la flora intestinal y el transito lento. Pero no, que no vió que soy grande, que esas cosas son de nenes y a mi que no me confundan con esos, que no te escucho que tengo orejas de pescado. Que la laguna dice, que cada cual atiende su juego, y el que no, el que no. Que la lágrima me dice que yo tampoco soy. (La que no espera, tu tiempo se acabó).
Es cuando la laguna se hacer mar, que mis pies pisan la arena húmeda, se entierran mis dedos gordos y me veo a través de la ventanita, el viento en la cara, postura, cabellos despéinenme las ideas que no quiero pensar, blandura de desazón, feliz abandonamiento, pesares agüicelestes , fusión del todo conmigo, y con ella.
Ya me convertí en esa mujer.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Los otros I

Pueyrredón y Samiento, 15:30 hs. El hombre dormía envuelto en la manta. Dormía, pero no plácidamente. Dormía como puede dormir un hombre de edad indefinida envuelto en una manta símil leopardo, en posición fetal, sobre una vereda de baldosas céntricas y mugrientas, la mejor cama que alguien pudiera pedir. Su cabeza se había acomodado sobre una negra zapatilla aplastada que oficiaba de almohada. Sus pies, descalzos y negros, ironía de la vida que lo había forzado a escoger entre calzado o almohada, el triunfo otorgado a ésta última. Era plena tarde y dormía, dormía pegado a, oh casualidad, una zapatería. A escasos centímetros de su cuerpo dos pies calzados pisaban distraídamente las baldosas, miraban a los otros zapatos, los que se exhibían coquetos y orgullos en la vidriera de la zapatería, mofándose del resto, los que pasaban por la vereda, gastados de caminar calles y veredas. El hombre de abajo abrió los ojos, observó desde su posición al hombre de arriba.
-Si querés llevarte un par de zapatos, amigo, tenés que acostarte acá en el piso, un ratito, así cómo estoy yo.
Acto seguido, tomó el zapato que tenía debajo de su cabeza, y lo colocó cuidadosamente en su mano. El zapato, entonces, habló:
-Es verdad, no tenés más que acostarte un ratito acá, apoyar tu cabeza sobre mí, aunque no demasiado fuerte, experimentar un rato la dureza de las baldosas, ponerte un rato la mantita y descalzarte también. Después de eso podés decidir: poner tus pies dentro de mí y de mi otro compañero, y llevarnos con vos nomás, o regalarnos a alguien que realmente nos necesite.
En la vidriera, los zapatos, recelosos, miraron con cordones fruncidos y gestos reprobatorios. Ellos estaban allí para ser vendidos a quien estuviera dispuesto a pagar el justo precio por sus hermosas hormas, y no toleraban los experimentos de caridad llevados a cabo por un pequeño grupo de zapatos que “deshonraban a la totalidad de la comunidad calzadoril”.
El hombre de arriba tomó el zapato, bajó al suelo, y se dispuso a dormitar un rato allí, en el lugar donde se había hallado el primer hombre, ahora de pie, con un par de zapatos en mano (le pareció que lo observaban expectantes) y la manta símil de leopardo en otra.

La moralidad del señor Biasutto

La mano. La mano de hombre pulcro, prolijo bigote, se apoya suavemente sobre la mano de mujer y sus dedos se deslizan imperceptibles, en una caricia cargada de intenciones. De intenciones puras, había pensado la ingenua, la mano de mujer, la de flequillo y camisa planchada. ¿De intenciones puras?. Esos dedos ahora desabrochan presurosos el cinturón, se arremangan y se apoyan breves instantes sobre los azulejos( los azulejos sienten la palma sudorosa) para tomar impulso y perpetrar lo indecible, lo imperdonable, lo indeleble. Y esos dedos arremeten y se atreven, y exploran lo que la ingenua siempre había negado de sí misma. La mano era suave y caballerosa, pero es agresiva y no repara en delicadezas. El orden desordenado, la cara contra la pared. Y los azulejos son testigos involuntarios de esa otra mano que se apoya contra ellos ¿desesperada?. La mano que sufre pero no llora, la mano que aguanta silenciosa el calvario. Los dedos que la invaden, falanges, uñas, todo, la escrutan, la escarban cómo si quisiesen hallar la raíz de algo. La puerta, los azulejos, ciegos, sordos y mudos. Y los gritos son silenciados por la mano más grande, esa que cubre y oprime, incólume, la boca del país entero, y también sus ojos.

Forever young

Los verdes ojos de Daniela se abrían y cerraban, molestos, en el acolchonado asiento del micro. Estaba incómoda, no podía dormirse. No era demasiado tarde y además todavía le duraba la conmoción por lo que acababa de vivir.
Si bien siempre había colaborado con alimentos y ropa vieja, era la primera vez que le tocaba participar también en el viaje. Se organizaba cada año, con los alumnos de primero, segundo y tercero que quisieran asistir. Eran tan solo tres días, una visita breve, llevar las cosas y hacer algunas actividades con los chicos. No se les solucionaba la vida, pero al menos una sonrisa momentánea se les sacaba (para volver con la conciencia tranquila, el que queda satisfecho de haber cumplido la labor de buen samaritano luego de tres días, y se otorga el derecho a olvidarse de ellos el resto de los 362 días del calendario). Y no se podía dormir.
Le duraba en los brazos, en los codos, en los dedos, la sensación de todas esas manitos de tierra, diminutas, aferrándose a ella; sonrisas de caries hablándole con vehemencia, susurrándole con tonadita, plegarias de todos los colores, como si ella fuera una especie de Virgen María a quien adorar, una salvadora ante quien rendirse. Era la primera vez que ella estaba en el Chaco, y las manitos le agarraban hasta las rodillas.
Les habían pasado algunas películas, junto a catorce compañeros más les habían pintado y reacondicionado dos aulas. Hicieron rondas con ellos: jugaron sus juegos, cantaron sus canciones (ay que vergüenza la niña en penitencia, su madre le ha retado por hacerse la sinvergüenza. ¡Dale un besito a quien le querés mucho más, pero menos a tu mamá!), los cargaron a caballito, les prepararon una obra de títeres y hasta una corografía con un tema de Chiquititas, y chufa-chufa-chá, a jugar que se es feliz por un ratito, a remendar con parches los corazones con agujeritos.
Miró por la ventana, era de noche. Oscuro, oscuro, excepto por una estrella perdida, quizás la última. Trató de dormirse, dejar que el mundo onírico hiciera total y completa posesión de su cuerpo. Recurrentemente, soñaba que volaba, de día y de noche volaba: con el pensamiento, el sentido y las ganas. Deseaba levitar en lo nublado, en lo soleado, en las zonas de nubosidad indefinida, en los espacios vacíos, en los azules fragmentados. Cerró los ojos e hizo mucha fuerza. Le hubiera gustado transformarse en paloma ahí mismo y volver a despedirse como corresponde. Sentía que la habían arrancado de aquel lugar. ¿A quién se le ocurre? Más de 1000 kilómetros de viaje para pasar un par de días y luego “un beso, que estén bien, nos vemos el año que viene, nos vamos porque se nos hace tarde para nuestra excursión en la algodonera”. Algodonera. Sí, ¡algodonera!. ¿A quién se le ocurre que podría interesarle la algodonera luego de las cosas que acababa de ver?. Gustosamente, Daniela se hubiera quedado más tiempo, pero, oh no, la algodonera no podía esperar. Así, se la arrancaron de las manos. Se quedaron ellos, sin su virgencita, ellos que eran santos de cara renegrida.
Antes de salir, había visto como un padre le pedía a una profesora que se llevara a su hijo a Buenos Aires, para que tuviera. Escuchó el discurso: “otra vida, oportunidades”. La mujer tuvo que negarse a aquel niño entregado como paquete. En el rostro de éste, el rechazo de toda una sociedad. Tener las suelas rotas y un vacío en el estómago significa lo mismo, y Daniela lo sabía, tanto en Villa Crespo como en Chaco. Quizás era la ilusión de la lejanía, la que irónicamente permitía a los chicos de esta escuelita ser mas “merecedores” de su caridad, pero NADA, excepto la tonada al pedir, los diferenciaba de los que ella veía a diario. Mismo abandono, mismo desasosiego, el amor en penitencia, por culpa de otros, responsables, los verdaderos “sinvergüenzas”.
Se tocó el bolsillo, asegurándose de llevar la carta que un nene con orejas grandes y pies pequeños le había entregado. La tenía. Los bolsillos le volvían, sin embargo, también intensos, llenos de un cariño como pocas veces había recibido. Era de quienes se lo entregaban incondicionalmente, los desprotegidos, y ella se los hubiera llevado a todos en esos mismos bolsillos. En cierto sentido, así lo hizo.
Daniela pensó en su casa, en su hermana Camila, en lo contenta que se pondría cuando llegara y le contara lo que le tocaría vivir en carne propia el año entrante. ¡Había crecido tanto en este pequeño viaje! Y ya había decidido, luego de egresarse en 2008, estudiaría trabajo social.
Julieta y Delfina interrumpieron su glorioso momento reflexivo y la sacaron de su ensimismamiento:
-Estamos jugando al truco adelante y nos falta uno, ¿te prendés?
Claro que se prendía. Y ahí fue Daniela, para distraerse un rato, hacia los primeros asientos del micro. Y ahí se fue ella, toda ella y otras diez vidas más. El impacto fue devastador, el daño, irreversible.
“La responsabilidad recae sobre el chofer de un camión que venía de frente, por el carril contrario”, dijeron los medios de comunicación, “se quedó dormido”, dijeron, “una tragedia muy dolorosa/ accidente fatal”,dijeron, “once vidas”, dijeron. Once vidas. ¡Pero si no fue así! Si fueron once pájaros los que remontaron vuelo, esa misma noche, en el cielo de Reconquista. Daniela desplegó sus alas, por fin, lo que tanto había anhelado, y en el exacto momento en que el techo se abrió, se abrió el cielo, para dar paso a la única paloma de ojos verdes que habría de conquistarlo alguna vez, la virgencita, escoltada por otros diez alados. Y marcaron rumbo hacia la línea donde el firmamento se funde con madre tierra, manchada ya por los primeros rayos de una aurora rojiza. Luego se perdieron, las por siempre jóvenes aves, coronando las nubes, y más arriba, más, más arriba, hasta que ya no hubo más que trazos de plata y amor, y la impronta de perdurables ecos, aleteando eternamente en el aire.

Un beso y una flor (al partir)

María se paró frente a mi, faltaban tan solo unos minutos para que se marchara y yo ya comenzaba a extrañarla. “No te vayas todavía ¿por qué te tenés que ir si no querés?”. Puso su delicada mano sobre mi cabeza, despeinándome el flequillo y alborotándome las ideas. “Vas a tener una buena educación, Flor. Prometeme que cuando seas grande te vas a ir a buscar un buen trabajo en la ciudad, prometeme que no vas a terminar como yo”. Pero yo quería ser como ella, con su cara de gitana, su largo y sedoso pelo negro, su piel transparente. La miré. Carecía de expresión alguna, era imposible que su cara delatara su ánimo, nunca lo hacía. “Sos la reina de las rocas, sabés”, siempre se lo decía, y creo que hasta había llegado a creerselo, tal era su hermética existencia.
La señora Mimí le tenía listo el equipaje ya: algunos corpiños y remeras; su mejor minifalda y el único camisón con encaje y puntilla que había poseído en su vida, hechos un bollo en la desvencijada valija. Se me ocurrió que adonde iría Maria haría mucho calor, a la playa seguramente. Me quería ir con ella, pero la señora Mimí dale que dale con que soy muy chica, que todavía me falta crecer y aprender algunas cosas (ja, si supiera lo bien que me las arreglo sola cuando ella se va a visitar a sus amigos). Cada mañana la veía empolvarse desde temprano, el rostro descascarado ya por tantas capas de barniz cosmético, inútil, tratando de ocultar lo inocultable, el paso de los años, las marcas en la piel. Su boca, de un color extremadamente chillón y llamativo. Era la señora artificial contra la supuesta belleza etérea de María y yo. Porque siempre nos decía eso, que teníamos “la rara belleza lánguida, y esa piel de porcelana que a los hombres les fascina. Si saben usarla, combinándola con un buen escote les irá muy bien”. Y la señora Mimí adoraba los escotes, casi tanto como los tacones altos. Se acrecentaba la profundidad de los primeros, cada vez mostrando más e insinuando menos, con el paso de los años, de la misma forma que acrecentaba la cantidad de barniz aplicado a su cuerpo corrompido y suspicaz rostro.
“Así que no molestes” decía ella, que ya en unos años yo iba a poder irme adonde iba María. ¿Adónde iba María?. “¿María, adónde vas?”. Me clavó sus ojos negros, que ojos más lindos, que ojos más inentendibles. Con María y sus expresiones no hay caso, pero si una tiene suerte, si una se acerca lo suficiente quizás algo llega a descifrar. ¿Y qué había en sus ojos hoy? Una mezcla de cosas, color de universo y soledad. Así es ella.
Sentí unos suaves pero apresurados golpes en la puerta, ya era hora. María se paró en el umbral de la habitación, luego giró sobre sí y su negra cabellera, larga hasta la cintura (y coronada por una flor blanca-pura en su oreja derecha), acarició toda su espalda. Me plantó un fugaz beso de despedida en la mejilla. La señora Mimí le dijo que no se olvidara de todo lo que le debía, que eso era lo menos que podía hacer para retribuirla. Nos había encontrado hace cinco años, cuando María tenía diez, cuando yo era una pequeña piltrafa tomada de su mano, sobre el camino de tierra que daba a su rancho, revolviendo entre sus residuos. Nos había dado alimento y techo. No era algo que pudiera llamarse precisamente un hogar, pero había hecho bastante por nosotras, y ahora se lo echaba en cara a María: “Es lo menos que podes hacer por mi. Vamos, te vas a hacer mujer de una buena vez y vas a ver que te va a terminar gustando. Todas se hacen las cocoritas al principio y después, después te acostumbrás. Es la vida que nos toca.” Y ella seguía quietecita, mirándola firme, creo que ni pestañó.
No quería que se fuera todavía. A pesar de que la señora Mimí me aseguró que estaría acompañada, que habría otras, una Florencia, una Marita y no me acuerdo quienes mas. La llamé y lo único que vi fueron sus ojos negros, esta vez hablaron y dijeron “prometeme”.
Corrí, me encaramé en la ventana del cuarto, y las vi a todas: todas en el camión, todas como María, de frescas ropas y ligero equipaje para tan largo viaje (las penas pesan en el corazón). Treinta ojos mirando hacia el camino y hacia la nada. Y pensé en la promesa, y pensé en que no podía cumplirla, no podía esperar a ser grande, ¡quería crecer ya!, no podía esperar para poder irme yo también, con tantas otras a la playa. Todas etéreas, todas frágiles, todas como María, todas impertérritas, todas reinas de piedra.

Esto

Es bien sabido que muchas personas tienden a alquilar películas los días lluviosos para matar las horas, y papá no es una excepción. Vamos hasta el videoclub que queda a dos cuadras de casa, prendida yo de su mano, saltando charquitos con mis botas rosa, con la certeza de que me dejará elegir algún video de mi preferencia, “ menos “pie pequeño” o “mi pequeño pony” porque ya las viste mil veces”. Durante el breve trayecto hasta el lugar mi mente va recorriendo las posibles opciones a alquilar, sin descartar las vedadas por mi padre claro está.
No es sino hasta que entramos, que recuerdo la existencia de “IT”, y un escalofrío me recorre de botas rosas a húmeda cabeza. Rápidamente tomo a “E.T.” (cualquier similitud entre los nombres no es pura coincidencia). Mis ojos recorren lentamente las cubiertas de las películas infantiles en exhibición, manteniéndose alejados de la sección donde él se encuentra. El es “IT”, claro está. Inevitablemente, como en cada visita al video club, me veo arrastrada por una especie de fuerza invisible e inexorable que me deposita, indefensa, frente al temido asesino, payaso de película. SÍ, IT. Su rostro blanquísimo se funde con el resto de la cubierta del video, contrastando con el rojo sanguinolento que ha sido plasmado en su boca. Por algún extraño motivo que escapa a mi corta comprensión, lo imagino completamente calvo, una calva pálida, prolongación de su cara, pálida. Clava los dos ojos negros, dos huecos de infinita malicia, proyectores de malditas e inconfesables perversiones, en mi pequeño rostro que no quiere ver, y sin embargo, mira. Me escruta, inescrupulosamente teje su red siniestra sobre mi. Y me atrapa. Un pequeño paso y ya estoy a la altura de su sonrisa burlona, maliciosa, porque sabe que me será imposible librarme, salir victoriosa del asunto. El embrujo es inapelable. Presa del hipnotismo, el cordero se adentra solo en la boca del lobo. Esa boca que, pintarrajeada de rojo sanguinolento, se abre desmesuradamente, me recuerda a “el agujerito sin fin”, y los ojos, podría jurarlo, refulgen de júbilo mientras la misma fuerza invisible, invencible me empuja hacia la cavernosa cavidad, el hueco mismo de mi perdición. Y voy cayendo lentamente, música de circo resuena en mis oídos, cada vez más fuerte, nunca se detiene, es una caída infinita, un payaso eterno.

Sube-y-baja

De pie frente al primer peldaño de madera, como cada mañana luego de desayunar, lista para buscar la mochila del dormitorio y comenzar el día. Son sólo veinte escalones, no es nada. Veinte escalones de madera oscura, encerados y relucientes, el trayecto ineludible que debe hacerse de un piso a otro, porque desgraciadamente aún no se me ha concedido la gracia del vuelo.
Mi mirada desciende hasta los pies envueltos en gigantísimas peludas pantuflas. El derecho, que siempre se ha caracterizado por ser el más valeroso, se halla levemente más cercano al primer peldaño, dispuesto a comenzar la subida, y el izquierdo, con la actitud resentida del que sabe que no tiene más remedio que seguir al otro, deberá entonces seguirlo. Lentamente, un paso y luego otro. Las pantuflas se deslizan peligrosamente por su cuenta, parecen hacer caso omiso a mi orden de detenimiento. Resbalosos, los escalones me observan desde su segura posición, abajo, con sonrisa macabra y así delatan el maléfico plan que han estado urdiendo, la trampa mortal que diariamente tratan de tenderme. Y en su maldad parecen hacerse más lisitos, más empinados, más cortos, demasiado cortos para las gigantísimas peludas pantuflas que pisan amenazadoramente las puntas de los mismos, se tambalean y siguen.
Casi intuyendo lo que vendría a continuación, levanté la vista: la siniestra escalera caracol se elevaba ahora hasta el infinito, retorciéndose en maldita espiral de multiplicados escalones, multiplicadas también sus sonrisas macabras y la sorna en sus ojos de brillo maderil. De pronto las pantuflas se han estancado, a mitad de camino se han estancado y no hay baranda. Había una, sí, pero como es lógico al plan maléfico, ya no la hay. El frío proveniente de mis gélidas entrañas, congeladas por el pánico, contrasta con el calor de mis pies que se asfixian en las gigantísimas peludas pantuflas. De quitármelas podría subir con más seguridad. Pero no salen, no, porque se han percatado de mis intenciones y se aferran a los pies con más fuerza aún, y el calor vuelve a subir desde estos pies asfixiados al resto del cuerpo. Uno, dos, tres, cuatro escalones más, y el dolor se hace insoportable. Uno más, y puedo sentirlos rojo sangre, ardiendo, derritiéndose dentro de las pantuflas y los escalones tan lisitos, encerados, ahora también brasas ardientes.
Me dispongo a hacer lo único que queda por hacer: (y sorpresivamente la distancia con el siguiente piso ha vuelto a acortarse) Tiro con todas mis fuerzas de la pantufla izquierda, garrapata que se ha amalgamado con mi cuerpo, tiro con todas mis fuerzas y un dolor punzante me golpea, me brota desde abajo, y luego cede para dejarme percibir que la pantufla se ha desprendido, y con ella mi pie izquierdo, con la actitud resignada del que no tiene más remedio que seguir al otro, en este caso la pantufla. Y la escalera se ha hecho eterna nuevamente, extendiéndose, gran paradoja, hacia infiernos de escalones más empinados y más y más lisitos. Era la trampa mortal, desde luego, el plan maléfico llevado a cabo a la perfección.
La pantufla derecha aún así, obstinadamente decide que debe avanzar, pero no hay izquierda que la siga, no hay pisada que secunde a esta primera, tambaleante. La caída era inminente e inevitable el encuentro con las duras baldosas.
Desciendo en picada ante los miles de escalones, su sonrisa macabra más macabra que nunca. Luego mi madre me encontrará tendida al pie de la escalera, e intentará en vano pegarme el desprendido y maltrecho pie con poxipol (ya te dije que no se puede, ma). Cosas que pasan.

jueves, 24 de julio de 2008

gracias magdi, te quiero mucho =)

cuando la gota rebalsa mi vaso

Sinceramente, hoy es un día de mierda, y me quiero IR LEJOS (no a la mierda literalmente, pero si lejos) lejos muy lejos para no tener que soportar mas estas cosas, estas caras, esta gente, estos nosequés, estos silencios, estos gritos contenidos y el llanto derramado, sobre las páginas de un libro conocido, sobre el costado vacío de mi cama, y sobre el hueco ,negro-hondo,del alma.
estas ganas de gritarle al mundo
de gritar que me tienen podrida,
que al final una es lo que es,o lo que cree que es y al segundo le sacan a una la identidad, le roban LAS PALABRAS, bocas ajenas se invisten de frases proclamadas, de pensamientos, que en verdad pueden ser completas nimiedades, pero que son completamente de una, no de él. y el toma esas palabras, hila esas letras COMO SI NADA, con total impunidad.
y después está el cuadro, y la ventanita y el mar rabioso y la mujer, que es María, pero que también soy yo, y muchas otras seguramente también. y la soledad, y la desolación en aquel paisaje veraniego de tristeza infinita. el vacío que cachetea la cara, carcome las entrañas. y ocupa cada vez mas espacio (sí, xq el vacío ocupa espacio, el espacio que le quita a la plenitud, a lo "lleno", a lo rebalsante), invade, se adueña, se atrinchera y enfría todo, más que este invierno, extraño invierno-verano que estuvimos teniendo.
y las marcas se ven mas que nada en los ojos, la mirada, mejor dicho. muchas veces he leido descripciones "sus parpados cansados, su mirada triste...", ¿qué mirada triste?, sí, esa, la de pesadumbre: los ojos que miran como perdidos en la distancia, esperando algo, esperando, esperando y muchas veces ajenos a lo que pasa a su alrededor, pero fijándose en pequeños detalles: un nene chiquito de la mano de su mamá, el tobogán de un plaza des-pintado de verde y rojo, las hojas que van pisando los pies,,y, al mismo tiempo, siempre fijos en aquella escena marítima ¿qué espera..si los barcos ya no vienen?, hace rato que no...
sigue su camino con paso melancólico-retraido, cercana y a la vez distante, muy distante. y así va, su cabeza frente a las olas rugientes, y a veces quizás, chapoteando entre nubes, ficcionando realidades, jugando a no ser ella misma, a que es otra y nada de estas cosas pasan (ni importan) y a que no siente ni piensa así, no siente ni piensa,y en vano trata de aferrarse a los minimos rastros de ese ALGO que falta...a vapour trail in the empty air

sábado, 19 de julio de 2008

miércoles, 16 de julio de 2008

Desarmando metáforas I

Al ver que se había equivocado tuvo que tragarse sus propias palabras. Una por una, sin sal, aceite ni ningún tipo de condimento (le había dicho "mentirosa", "golfa" y otras calumnias innombrables). Tenían el sabor de la comida más amarga que hubiese probado alguna vez. Ella lo contemplaba (hinchada de orgullo en su victoria), mientras él las devoraba con lentitud y un dejo de remordiemiento. "Te odio" había resultado especialmente difícil de masticar, ahora trataba en vano de que le pasase por el esófago y fuera a dar junto con aquel bolo injurioso de "estupidas, ignorantes y retrasadas" en su estómago. Sus comisuras exhibían un resto de "traidora", y sus ojos el arrepentimiento, el orgullo herido. Inspiraba verguenza ajena. "Pobre", pensó ella, y se fue con pasos apesadumbrados, meditando acerca de la raza humana y sus particularidades.

coche-biografía

Se me pide que escriba una autobiografía, pero ¿qué es una autobiografía después de todo?. Se supone que una serie de hechos escuetos o muy detallados, que de alguna forma den cuenta de mi persona. Hechos que, sin duda, a mas de uno lo tienen sin cuidado. Podría empezar diciendo que me encantan los huevos kinder, el cine no convencional, los días lluviosos y el cielo, en cualquiera de sus expresiones. Pero supongo que prefiero empezar, por esta vez, desde el principio.
“Agustina nació un 7 de septiembre de 1988 a las 12:05 de la noche”, cuenta mi madre de rulos artificiales a cualquiera que pregunte. De haber querido apresurar mi momento de “ver la luz” no hubiese gozado la dicha que supone nacer en un número tan bello como el 7, y sería el insulso 6 el número que llenaría mi DNI y el día destinado a comer la torta de chocolinas que tanto me gusta. Mamá dice “12:05” y yo resoplo un simpático “por suerte” por lo bajo, y agradezco mi pereza por salir al mundo exterior.
Así pues, mi madre diría “el siete”, pero yo considero que hay otros momentos cruciales en los que Agustina volvió a nacer, por así decirlo. La tarde en que, con cinco años de edad recién cumplidos, su tía Lila y su madre consiguieron que leyera una palabra entera perteneciente a un libraco con los clásicos de los siempre presentes hermanos Grimm, definitivamente debe contarse como uno de esos momentos. Sin dejar de lado, por supuesto, su gloriosa incursión al mundo de lo musical, a los 8 años , ni el día en que le explicaron que no sólo no existía Papa Noel, sino que también los reyes magos y el ratón Pérez eran todas patrañas.
Las lenguas de la familia dicen que de chica me hablaba todo, y mi lengua (a pesar de eso), no dice mucho ya que no puedo recordar con exactitud mas que a mi padre señalando de vez en cuando a una bandada de verdes cotorras surcando el cielo: “ahí van tus hermanas”, para luego recibir una replica cargada de encono de mi parte. De él heredé cierta refinación auditiva, un sentido exploratorio, un dionisiaco placer por lo musical, así como una recurrente alergia invernal. Mi madre, por su parte, fue la encargada de legarme una par de incómodos juanetes, así como una especie de locura sana, “locura linda” al fin y al cabo. Hermanos tengo, sí. Dos, y otro en camino. Basta decir que con ellos tengo la relación que puede tenerse con un adolescente irreverente, y con un bebé que aun no ha sabido dar su primer paso pero, cuyos cachetes invitan a ser mordidos y pellizcados sin pudor.
De mi primera casa no recuerdo casi nada. Vivíamos en un hogar antiguo de techos altos que quedaba junto al único cine (viejo también) que había por ese entonces en la ciudad de General Rodríguez. Cine que, víctima de la globalización, vio metamorfoseada su anatomía de las viejas butacas aterciopeladas a las góndolas de un mega supermercado chino. En esa casa aprendí el alucinante placer que podía despertar en una criaturita el deslizarse por largos pasillos encerados y relucientes en un aparatoso andador color rosa chicle, y el estallar de carcajadas, rebotando, con risa y todo, contra cada mueble. Fuera de eso, tuve una infancia apacible, que transcurrió sin sobresaltos ,mas allá de las revolcadas en el arenero, sanitario de todas las bestias del barrio.
La segunda casa fue, con algunas intermitencias, parte de toda mi vida. Fue testigo de todas las idas y vueltas habidas y por haber que puede tener una familia, mutando con cada cambio familiar en una metamorfosis bizarra (bueno, no tanto como la de Kafka), en la que se cambiaron cuartos, decoración, se construyeron nuevas habitaciones así como nuevos sentimientos (y otros tantos fueron botados al armario del olvido, o simplemente se escaparon por la ventana del comedor diario).
Sin embargo, era la casa de mis abuelos paternos, aquel antiguo chalet español en el centro del pueblo, el que se lleva mis más entrañables recuerdos y gratos momentos. Cada visita a esa singular construcción era una invitación a jugar con todos los sentidos, en una tertulia peculiar de la que sólo yo, y selectos sectores de la morada, éramos partícipes. Entre ellos se encontraba el estrafalario cuartito de pintura de mi abuelo, una especia de bunker repleto de trastos, pinceles, lienzos y libros enmohecidos, donde me escabullía picaronamente, para improvisar “grandes obras de arte”, en una maraña de témperas acuosas y frescas risotadas. El señor living era el otro que tenía el honor de contarse entre la elite de “cuartos especiales”. Allí estaba el gran piano de madera oscura, aquel que mi abuelo hacía cantar cada tardecita con sus largos y escurridizos dedos, aquel que sería el responsable de mi actual pasión por la música, algo que ya se vislumbraba en mis primeros años. Y también estaba ella, la ama y señora del living, la diva de la casa (y con esto no me estoy refiriendo justamente a mi adorada abuela Lucrecia), la robusta y regordeta, prominente y siempre tan provocativa biblioteca doble, atestada de libros hasta el techo. Los había de arte en cantidades industriales, intercalándose con gastadas ediciones de Eco y Dostoievsky, Moliere y Dumas, y algún que otro libro sobre el señor Juan Domingo Perón, como no podía ser de otra forma en casa del abuelo. Recostada en el diván, junto a la biblioteca, era la protagonista indiscutida de cada historia y ficcionaba otras realidades.
“Está loca Agustina”, es lo que generalmente dicen, medio en broma, medio en serio, algunos conocidos. Y es por el simple hecho de que Agustina nunca pudo evitar eso de imaginar otros mundos paralelos, de perderse en la elucubración de breves momentos ficticios, de insólitas realidades . Nada mas lejos de la locura, opinaría yo.
Así pues, encaramada en el diván de los abuelos, yo fui Amy, la menor de las Mujercitas, sufriendo la injusticia en carne propia en manos de un impiadoso profesor; fui la desdichada Ofelia; la apasionada Francesca Jonson, fotografiada en los Puentes de Madison; fui la Alicia de Lewis Carroll, intentando alcanzar al conejo blanco y tratando de escapar de aquel laberinto de cartas parlanchinas, sombrereros locos y reina de corazones; y muchas otras mas también.
Todavía, de vez en vez, puedo sentirme como en aquel laberinto, sin visible salida, con una reina de corazones intentando cercenarme la conciencia y sin poder alcanzar al conejo blanco. Es una suerte que Alicia siempre terminara despertando de aquel sueño después de todo.
Cuando contaba con diecisiete años de edad, un señor de traje elegante me dijo, en un centro donde se realizan tests vocacionales, que mi futuro estaba en el ámbito de lo social, ”preferentemente en el área de comunicación”. Le creí. Era lo que Agustina siempre había albergado en su más profundo seno, pero que necesitaba escuchar de labios de otro, de un “experto” en eso de asignar vocaciones y, porqué no, decidir destinos. Recordando mis apacibles tardes de volcar retazos de pensamientos en un pequeño anotador con la tapa de “Pokemón”y el goce que me representaban las consignas de escritura en las clases de lengua, las palabras de aquel hombre sonaron en mi cabeza con mucha sensatez (la misma sensatez con la que siempre se me presentó el personaje de Ursula Iguarán, la mujer del peculiar Buendía), y casi con la misma cadencia con la que todavía hoy suenan las notas del majestuoso piano de mi abuelo. Coco es su nombre. El nombre de mi abuelo, no el del piano. A este último todavía no lo bautizamos.

Herbert

Su brillante traje verde, ceñido a la inmensidad de su gordura, presentaba sin embargo, arrugados pliegues. Desagradable y húmedo traje verde, en ese ser que, con diminutos ojos inquisidores, me escrutaba desde la pequeña mesa. Detrás del mostrador, podía divisar su amplia boca, un hueco de honda negrura, desprovista casi de labios. Era el corolario de una fofa, que digo fofa, fofísima papada que hacía juego con todo ese pedazo de hinchada inmundicia palpitante. Su cuello se contraía, se abultaba en la acción de un inflar y desinflar, nauseabundos para cualquiera que lo presenciase. Me acerqué con el plato de sopa caliente en la bandeja. Tuve la impresión de que sus malignos ojos, relamiéndose de satisfacción, se posaron no en el humeante plato sino en la única mosca que pululaba zigzagueante sobre él. Podría ultimarla en un tris, con su larga y pegajosa lengua, si así lo desease. Allí fue cuando prorrumpió en un incomprensible croar, demandante y amenazador.¿Qué deseaba?¿Sal para la mosca?¿Un tanque para sumergirse? Noté que sudaba en exceso, o quizás era la humedad característica de su corta anatomía. Lo dejé enfrascado en su verde monólogo. Después de todo, mi turno como mesera ya había finalizado y una no tiene porqué andar aguantando semejante espectáculo horripilante, menos que menos presenciar la alimentación de esa asquerosa criatura que quién sabe si arremetería contra la sopa o la mosca y que, seguramente, ni siquiera le dejaría propina.