jueves, 24 de julio de 2008

gracias magdi, te quiero mucho =)

cuando la gota rebalsa mi vaso

Sinceramente, hoy es un día de mierda, y me quiero IR LEJOS (no a la mierda literalmente, pero si lejos) lejos muy lejos para no tener que soportar mas estas cosas, estas caras, esta gente, estos nosequés, estos silencios, estos gritos contenidos y el llanto derramado, sobre las páginas de un libro conocido, sobre el costado vacío de mi cama, y sobre el hueco ,negro-hondo,del alma.
estas ganas de gritarle al mundo
de gritar que me tienen podrida,
que al final una es lo que es,o lo que cree que es y al segundo le sacan a una la identidad, le roban LAS PALABRAS, bocas ajenas se invisten de frases proclamadas, de pensamientos, que en verdad pueden ser completas nimiedades, pero que son completamente de una, no de él. y el toma esas palabras, hila esas letras COMO SI NADA, con total impunidad.
y después está el cuadro, y la ventanita y el mar rabioso y la mujer, que es María, pero que también soy yo, y muchas otras seguramente también. y la soledad, y la desolación en aquel paisaje veraniego de tristeza infinita. el vacío que cachetea la cara, carcome las entrañas. y ocupa cada vez mas espacio (sí, xq el vacío ocupa espacio, el espacio que le quita a la plenitud, a lo "lleno", a lo rebalsante), invade, se adueña, se atrinchera y enfría todo, más que este invierno, extraño invierno-verano que estuvimos teniendo.
y las marcas se ven mas que nada en los ojos, la mirada, mejor dicho. muchas veces he leido descripciones "sus parpados cansados, su mirada triste...", ¿qué mirada triste?, sí, esa, la de pesadumbre: los ojos que miran como perdidos en la distancia, esperando algo, esperando, esperando y muchas veces ajenos a lo que pasa a su alrededor, pero fijándose en pequeños detalles: un nene chiquito de la mano de su mamá, el tobogán de un plaza des-pintado de verde y rojo, las hojas que van pisando los pies,,y, al mismo tiempo, siempre fijos en aquella escena marítima ¿qué espera..si los barcos ya no vienen?, hace rato que no...
sigue su camino con paso melancólico-retraido, cercana y a la vez distante, muy distante. y así va, su cabeza frente a las olas rugientes, y a veces quizás, chapoteando entre nubes, ficcionando realidades, jugando a no ser ella misma, a que es otra y nada de estas cosas pasan (ni importan) y a que no siente ni piensa así, no siente ni piensa,y en vano trata de aferrarse a los minimos rastros de ese ALGO que falta...a vapour trail in the empty air

sábado, 19 de julio de 2008

miércoles, 16 de julio de 2008

Desarmando metáforas I

Al ver que se había equivocado tuvo que tragarse sus propias palabras. Una por una, sin sal, aceite ni ningún tipo de condimento (le había dicho "mentirosa", "golfa" y otras calumnias innombrables). Tenían el sabor de la comida más amarga que hubiese probado alguna vez. Ella lo contemplaba (hinchada de orgullo en su victoria), mientras él las devoraba con lentitud y un dejo de remordiemiento. "Te odio" había resultado especialmente difícil de masticar, ahora trataba en vano de que le pasase por el esófago y fuera a dar junto con aquel bolo injurioso de "estupidas, ignorantes y retrasadas" en su estómago. Sus comisuras exhibían un resto de "traidora", y sus ojos el arrepentimiento, el orgullo herido. Inspiraba verguenza ajena. "Pobre", pensó ella, y se fue con pasos apesadumbrados, meditando acerca de la raza humana y sus particularidades.

coche-biografía

Se me pide que escriba una autobiografía, pero ¿qué es una autobiografía después de todo?. Se supone que una serie de hechos escuetos o muy detallados, que de alguna forma den cuenta de mi persona. Hechos que, sin duda, a mas de uno lo tienen sin cuidado. Podría empezar diciendo que me encantan los huevos kinder, el cine no convencional, los días lluviosos y el cielo, en cualquiera de sus expresiones. Pero supongo que prefiero empezar, por esta vez, desde el principio.
“Agustina nació un 7 de septiembre de 1988 a las 12:05 de la noche”, cuenta mi madre de rulos artificiales a cualquiera que pregunte. De haber querido apresurar mi momento de “ver la luz” no hubiese gozado la dicha que supone nacer en un número tan bello como el 7, y sería el insulso 6 el número que llenaría mi DNI y el día destinado a comer la torta de chocolinas que tanto me gusta. Mamá dice “12:05” y yo resoplo un simpático “por suerte” por lo bajo, y agradezco mi pereza por salir al mundo exterior.
Así pues, mi madre diría “el siete”, pero yo considero que hay otros momentos cruciales en los que Agustina volvió a nacer, por así decirlo. La tarde en que, con cinco años de edad recién cumplidos, su tía Lila y su madre consiguieron que leyera una palabra entera perteneciente a un libraco con los clásicos de los siempre presentes hermanos Grimm, definitivamente debe contarse como uno de esos momentos. Sin dejar de lado, por supuesto, su gloriosa incursión al mundo de lo musical, a los 8 años , ni el día en que le explicaron que no sólo no existía Papa Noel, sino que también los reyes magos y el ratón Pérez eran todas patrañas.
Las lenguas de la familia dicen que de chica me hablaba todo, y mi lengua (a pesar de eso), no dice mucho ya que no puedo recordar con exactitud mas que a mi padre señalando de vez en cuando a una bandada de verdes cotorras surcando el cielo: “ahí van tus hermanas”, para luego recibir una replica cargada de encono de mi parte. De él heredé cierta refinación auditiva, un sentido exploratorio, un dionisiaco placer por lo musical, así como una recurrente alergia invernal. Mi madre, por su parte, fue la encargada de legarme una par de incómodos juanetes, así como una especie de locura sana, “locura linda” al fin y al cabo. Hermanos tengo, sí. Dos, y otro en camino. Basta decir que con ellos tengo la relación que puede tenerse con un adolescente irreverente, y con un bebé que aun no ha sabido dar su primer paso pero, cuyos cachetes invitan a ser mordidos y pellizcados sin pudor.
De mi primera casa no recuerdo casi nada. Vivíamos en un hogar antiguo de techos altos que quedaba junto al único cine (viejo también) que había por ese entonces en la ciudad de General Rodríguez. Cine que, víctima de la globalización, vio metamorfoseada su anatomía de las viejas butacas aterciopeladas a las góndolas de un mega supermercado chino. En esa casa aprendí el alucinante placer que podía despertar en una criaturita el deslizarse por largos pasillos encerados y relucientes en un aparatoso andador color rosa chicle, y el estallar de carcajadas, rebotando, con risa y todo, contra cada mueble. Fuera de eso, tuve una infancia apacible, que transcurrió sin sobresaltos ,mas allá de las revolcadas en el arenero, sanitario de todas las bestias del barrio.
La segunda casa fue, con algunas intermitencias, parte de toda mi vida. Fue testigo de todas las idas y vueltas habidas y por haber que puede tener una familia, mutando con cada cambio familiar en una metamorfosis bizarra (bueno, no tanto como la de Kafka), en la que se cambiaron cuartos, decoración, se construyeron nuevas habitaciones así como nuevos sentimientos (y otros tantos fueron botados al armario del olvido, o simplemente se escaparon por la ventana del comedor diario).
Sin embargo, era la casa de mis abuelos paternos, aquel antiguo chalet español en el centro del pueblo, el que se lleva mis más entrañables recuerdos y gratos momentos. Cada visita a esa singular construcción era una invitación a jugar con todos los sentidos, en una tertulia peculiar de la que sólo yo, y selectos sectores de la morada, éramos partícipes. Entre ellos se encontraba el estrafalario cuartito de pintura de mi abuelo, una especia de bunker repleto de trastos, pinceles, lienzos y libros enmohecidos, donde me escabullía picaronamente, para improvisar “grandes obras de arte”, en una maraña de témperas acuosas y frescas risotadas. El señor living era el otro que tenía el honor de contarse entre la elite de “cuartos especiales”. Allí estaba el gran piano de madera oscura, aquel que mi abuelo hacía cantar cada tardecita con sus largos y escurridizos dedos, aquel que sería el responsable de mi actual pasión por la música, algo que ya se vislumbraba en mis primeros años. Y también estaba ella, la ama y señora del living, la diva de la casa (y con esto no me estoy refiriendo justamente a mi adorada abuela Lucrecia), la robusta y regordeta, prominente y siempre tan provocativa biblioteca doble, atestada de libros hasta el techo. Los había de arte en cantidades industriales, intercalándose con gastadas ediciones de Eco y Dostoievsky, Moliere y Dumas, y algún que otro libro sobre el señor Juan Domingo Perón, como no podía ser de otra forma en casa del abuelo. Recostada en el diván, junto a la biblioteca, era la protagonista indiscutida de cada historia y ficcionaba otras realidades.
“Está loca Agustina”, es lo que generalmente dicen, medio en broma, medio en serio, algunos conocidos. Y es por el simple hecho de que Agustina nunca pudo evitar eso de imaginar otros mundos paralelos, de perderse en la elucubración de breves momentos ficticios, de insólitas realidades . Nada mas lejos de la locura, opinaría yo.
Así pues, encaramada en el diván de los abuelos, yo fui Amy, la menor de las Mujercitas, sufriendo la injusticia en carne propia en manos de un impiadoso profesor; fui la desdichada Ofelia; la apasionada Francesca Jonson, fotografiada en los Puentes de Madison; fui la Alicia de Lewis Carroll, intentando alcanzar al conejo blanco y tratando de escapar de aquel laberinto de cartas parlanchinas, sombrereros locos y reina de corazones; y muchas otras mas también.
Todavía, de vez en vez, puedo sentirme como en aquel laberinto, sin visible salida, con una reina de corazones intentando cercenarme la conciencia y sin poder alcanzar al conejo blanco. Es una suerte que Alicia siempre terminara despertando de aquel sueño después de todo.
Cuando contaba con diecisiete años de edad, un señor de traje elegante me dijo, en un centro donde se realizan tests vocacionales, que mi futuro estaba en el ámbito de lo social, ”preferentemente en el área de comunicación”. Le creí. Era lo que Agustina siempre había albergado en su más profundo seno, pero que necesitaba escuchar de labios de otro, de un “experto” en eso de asignar vocaciones y, porqué no, decidir destinos. Recordando mis apacibles tardes de volcar retazos de pensamientos en un pequeño anotador con la tapa de “Pokemón”y el goce que me representaban las consignas de escritura en las clases de lengua, las palabras de aquel hombre sonaron en mi cabeza con mucha sensatez (la misma sensatez con la que siempre se me presentó el personaje de Ursula Iguarán, la mujer del peculiar Buendía), y casi con la misma cadencia con la que todavía hoy suenan las notas del majestuoso piano de mi abuelo. Coco es su nombre. El nombre de mi abuelo, no el del piano. A este último todavía no lo bautizamos.

Herbert

Su brillante traje verde, ceñido a la inmensidad de su gordura, presentaba sin embargo, arrugados pliegues. Desagradable y húmedo traje verde, en ese ser que, con diminutos ojos inquisidores, me escrutaba desde la pequeña mesa. Detrás del mostrador, podía divisar su amplia boca, un hueco de honda negrura, desprovista casi de labios. Era el corolario de una fofa, que digo fofa, fofísima papada que hacía juego con todo ese pedazo de hinchada inmundicia palpitante. Su cuello se contraía, se abultaba en la acción de un inflar y desinflar, nauseabundos para cualquiera que lo presenciase. Me acerqué con el plato de sopa caliente en la bandeja. Tuve la impresión de que sus malignos ojos, relamiéndose de satisfacción, se posaron no en el humeante plato sino en la única mosca que pululaba zigzagueante sobre él. Podría ultimarla en un tris, con su larga y pegajosa lengua, si así lo desease. Allí fue cuando prorrumpió en un incomprensible croar, demandante y amenazador.¿Qué deseaba?¿Sal para la mosca?¿Un tanque para sumergirse? Noté que sudaba en exceso, o quizás era la humedad característica de su corta anatomía. Lo dejé enfrascado en su verde monólogo. Después de todo, mi turno como mesera ya había finalizado y una no tiene porqué andar aguantando semejante espectáculo horripilante, menos que menos presenciar la alimentación de esa asquerosa criatura que quién sabe si arremetería contra la sopa o la mosca y que, seguramente, ni siquiera le dejaría propina.