miércoles, 16 de julio de 2008

Herbert

Su brillante traje verde, ceñido a la inmensidad de su gordura, presentaba sin embargo, arrugados pliegues. Desagradable y húmedo traje verde, en ese ser que, con diminutos ojos inquisidores, me escrutaba desde la pequeña mesa. Detrás del mostrador, podía divisar su amplia boca, un hueco de honda negrura, desprovista casi de labios. Era el corolario de una fofa, que digo fofa, fofísima papada que hacía juego con todo ese pedazo de hinchada inmundicia palpitante. Su cuello se contraía, se abultaba en la acción de un inflar y desinflar, nauseabundos para cualquiera que lo presenciase. Me acerqué con el plato de sopa caliente en la bandeja. Tuve la impresión de que sus malignos ojos, relamiéndose de satisfacción, se posaron no en el humeante plato sino en la única mosca que pululaba zigzagueante sobre él. Podría ultimarla en un tris, con su larga y pegajosa lengua, si así lo desease. Allí fue cuando prorrumpió en un incomprensible croar, demandante y amenazador.¿Qué deseaba?¿Sal para la mosca?¿Un tanque para sumergirse? Noté que sudaba en exceso, o quizás era la humedad característica de su corta anatomía. Lo dejé enfrascado en su verde monólogo. Después de todo, mi turno como mesera ya había finalizado y una no tiene porqué andar aguantando semejante espectáculo horripilante, menos que menos presenciar la alimentación de esa asquerosa criatura que quién sabe si arremetería contra la sopa o la mosca y que, seguramente, ni siquiera le dejaría propina.

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