viernes, 5 de diciembre de 2008

Los tiempos que corren

20:04. Se sienta en el asiento aterciopelado, en el tercer vagón de aquel silencioso gusano con miles de ojos que recorre las inmediaciones subterráneas de la ciudad cada día. Mira hacia su derecha y la visión que le devuelven sus ojos cafés es la misma de siempre: conjuntos de pestañas caídas, rostros alargados por el cansancio y la preocupación de éstos días. El hombre de mameluco azul oscuro está sentado entre todas éstas pestañas, como siempre y él, tiene la impresión de que trabaja para alguna empresa de correos, seguramente se aburre cada tarde, son tan pocas las cartas que se despachan hoy en día con todo esto de internet y los correos electrónicos, piensa él.
Él, nuestro hombre, se llama Juan. A su izquierda observa al intelectual (así Juan lo había apodado, pero bien sabía que se llamaba Juan, igual que él) con sus gafas, leyendo el diario. Coincide con él todos los miércoles, excepto que hoy no es miércoles. Lee en la primera página del diario, aquella palabra que tanto ha resonado en sus oídos éstos últimos días (además, claro está, de “cacerolas” y “helicóptero”), a la cuál siempre había asociado, hasta ese momento, con el lugar dónde los bebés son colocados, o los animales de las granjas. Quién diría ahora que este término tan sencillo, y en diminutivo, sería capaz de sacar canas verdes a la mitad de la población. Se fija en un titular que anuncia que un reconocido representante del teatro de revista argentino se ha puesto a la cabeza de un grupo de manifestantes, “claro, porque ahora le toca a él de cerca también”, Juan comenta, sin percatarse que está dejando fluir sus pensamientos en voz alta. El intelectual, baja el diario: así están las cosas, son los tiempos que corren, que le vamos a hacer, le ofrece un cigarro, “para cuando baje, eh” y a otra cosa mariposa. Juan se lo guarda en el bolsillo del pantalón gastado, rojo como la sangre más roja, como la que podría emanar cualquier rosa, si éstas sangraran, claro está. 20:09
Una madre con su niño pequeño dormitan en el asiento de adelante. Lo ha abrigado como para ir al polo norte, piensa Juan, y se asegura de que esta vez sus pensamientos se mantengan de la boca para adentro, no está de ánimo como para que una madre comience a darle lecciones sobre la mejor forma de preservar “la delicada salud de la criatura”, es decir el hijo.
El traqueteo de aquel gusano es imperceptible para sus oídos y para su cuerpo en esta ocasión, tiene cosas más importantes en qué pensar.
En Pasteur sube la chica linda, la del lunar, esa que lo volvería loco, de no hallarse él casado y de no ser ella la novia del intelectual. “Nos vamos a casar en un mes”, le dijo él, uno de los tantos miércoles que le tocó sentarse a su lado y, a pesar de que no eran amigos, entendió aquella declaración como un señalamiento de territorio.20:15 Ella sube, y baja el supuesto cartero, u hombre del correo. También, como cada día normal. Excepto que hoy no es un día normal. Hoy a Juan lo despidieron de su trabajo, lo echaron de la repositora donde trabajaba sin prácticamente explicación alguna. Infundados en trajes negros, dos hombres que él jamás había visto en su vida, se le acercaron: no tenemos quejas de usted, le dijeron, falta de presupuesto, le dijeron, darnos el lujo de demasiados operarios, le dijeron, los tiempos que corren, le dijeron.
Ja, los tiempos que corren. Bien sabía él sobre “los tiempos que corren”. También le dijeron “recomendación”, “mucha suerte” y otra tanta sarta de idioteces que no recuerda, y después chau si te he visto no me acuerdo. En su casa, Martita seguramente estaría esperándolo con algún plato de polenta o arroz desabrido, y los chicos estarían ya enredados entre pesadas frazadas, con suerte en el séptimo u octavo sueño. Pobre Martita, la había conocido cuando todavía era un pimpollo, una sonrisa andante, cuando iluminaba todo lo que tocaba y reía con esa risa, esa carcajada que era una cascada cantarina y lo había llevado a él, picaflor malandrín, hasta el altar, hasta el “en la salud y en la enfermedad” sin chistar, antes de convertirse en ama de casa abnegada, antes de que el paso del tiempo y los hijos descascararan su belleza y su carácter, antes de que aquellas arrugas apareciesen en la comisura de su antigua carcajada, y, decididamente mucho antes de que las peleas entre ellos se hubiesen tornado un elemento más para acompañar a las tostadas en el desayuno. Pensó en ella y en sus hijos.
La madre y su niño, aún adormecidos, se bajan en Pueyrredón.20:18 ¿Cómo decirles ahora? Seguramente lo entenderían, son los tiempos que corren y muchos otros han quedado en su misma situación. Pero ¿cómo decirles, cuando lo que él ganaba en la repositora era lo único que les daba de comer, lo único que pagaba los remiendos en los guardapolvos... y las suelas gastadas de tanto caminar? Juan tenía deudas. La chica del lunar desciende. Deudas con los bancos, cuando decidió construir su precaria vivienda. Deudas con prestamistas, cuando decidió arreglar su precaria vivienda hasta tornarla en algo relativamente habitable. Deudas y más deudas. Llega a Carlos Gardel y debe bajarse, ha estado absorto en sus pensamientos y no se ha percatado que su compañero del diario también ha desaparecido.20:20
Comienza a caminar entre callejuelas, bocas de lobo que lo tragan mientras él patea su suerte por la vereda en aquel paraje desolado. Hace rato ya que el dorado ha barrido con sus últimos rayos la suciedad de ese lugar. La noche le cae encima, el viento en la cara del invierno, frió e inexorable le tajea las mejillas, y también las entrañas. Lenta y dolorosamente, como el paso de aquel cartonero que observó en la mañana (cuando se dirigía hacia la repositora, cuando todavía tenía un trabajo), él avanza. Lo escoltan gatos y otras criaturas del siniestro submundo nocturno. Quedan tan sólo un par de cuadras hasta llegar a su casa, a Martita, al arroz desabrido y a las no ganas de explicarle nada, de no ver su cara cansada y la desilusión, cuando le diga lo que ha pasado, las ganas de no ser él, sino otro, otro Juan, (o quizás otro nombre), en otro lado, con otras preocupaciones, otro hombre lejos de ésta realidad. Pero no. Quedan cinco cuadras, y son cinco cuadras grises e inciertas. No, no son las cuadras, Juan piensa que es su porvenir, las cuadras en esta zona siempre han sido iguales (o al menos, él no tiene registro de que hayan sido arregladas en años). En estas elucubraciones se halla sumergido cuando nota su presencia. Se acercaba despacio, sigiloso, pero con paso firme y decidido, un tigre acechando a su presa.20:25. Juan calculó, lo tendría a una media cuadra de distancia aproximadamente, y acercándose. Un abrigo gigante que llegaba hasta la mitad de su rostro, y ocultaba sus garras, cubría casi todo su cuerpo. La capucha no le permitía vislumbrar sus ojos de felino. Un escalofrío, que no veía ni de Juan ni del otro, recorrió el lugar enteramente. La callejuela se estaba alistando para lo que habría de presenciar.
Juan aceleró el paso levemente.20:26. El tigre se acercaba cada vez más, sus garras en los bolsillos. La negra cuadra parecía un camino infinito, un agujero negro, desprovisto de espacio y tiempo, que los había transportado hasta aquel instante, aquel punto dimensional donde se hallaban suspendidos, ambos perdidos, en medio de una constelación propia. Y no había ni un alma a la vista.
Ya es tarde, el hombre, el tigre, esta casi a la altura de Juan. Cruzan gélidas miradas, el silencio se rompe, el aire se rasga con la navaja presta que sale a la batalla y la cara sorprendida de quien se halla frente a ésta asesina de acero inoxidable, y el agujero negro se hace mas profundo.
-Dame todo lo que tenés o sos boleta.
La estupefacción se refleja en los ojos de aquel hombre, sus manos seguían en los bolsillos. Dame todo porque te mato, y la sorpresa da paso al terror. Y las manos seguían en los bolsillos.
Juan lo está agarrando del brazo, mientras su dama de acero roza provocativamente la zona debajo de las costillas de aquel hombre, del tigre con abrigo que sólo tiene 20 pesos y es todo lo que entrega. No hago nada con 20 mugrosos pesos, dame TODO te dije. No tengo mas nada, por favor, te lo juro, tené piedad. Pero Juan no conoce de piedad, no sabe de piedad, sólo sabe de sus deudas, de su desempleo y su familia y los tiempos que corren, ¿qué corren a quién? a él, naturalmente. Piensa en su familia nuevamente, ¿realmente los quiere? Se percata de que en verdad es sólo un amor rutinario, automático como la aguja de un reloj que se mueve porque ha sido programada para tal función, y que sencillamente nada le importa. A la aguja nada le importa, excepto el tiempo, y a él nada le importa, excepto este tiempo, esta aguja que lo corre, que lo apura y lo obliga a la puntualidad en sus deberes, a la eficiencia, a no malgastar los minutos: “el tiempo es dinero señores”, pero también lo detiene y lo congela. Y se para el reloj, algunas veces se para el reloj. Como ahora, eternamente 20:26, y luego se acelera, como si en aquel aceleramiento pudiese uno recuperar el tiempo, los instantes perdidos. Sin embargo, no, nada es lo mismo.
Aquel desgraciado le suplica en silencio, con la mirada. Y en sus ojos se ve a él, a él mismo hace un año, volviendo del trabajo, una noche invernal de abrigo enorme y manos en los bolsillos, ¿qué hora sería?, siendo interceptado por un sujeto que le saca su escaso capital a punta de navaja. Otro como él, empujado por la desesperación, ¿o sería él mismo?, ¿sería él mismo, acaso empujado por este agujero negro, este callejón de perdición que lo obligaba a revivir aquel desdichado suceso otra vez? Pero esta vez él tenía la navaja, él tenía el poder, y no esos ejecutivos de la repositora, él y nadie más que él, y este hombre que ahora temblaba delante de sí como una hoja de papel, que a la vez era él mismo y un don nadie se desgarraría de dolor cuando su dama inoxidable, hundiese su único colmillo, fatal debajo de sus costillas. Así haría catarsis, se liberaría de una vez por todas y dejaría que el agujero negro lo tragase, lo arrastrase hacia su recóndito abismo, ya libre de toda la furia y la desesperanza que habían sabido invadirlo. Se iría.
Apronta la navaja, pero el hombre, que ha quitado sus manos del bolsillo, descubre un par de gafas, y un diario, cuya portada Juan había leído hacia unos instantes, viajando en el subte. El intelectual ha reconocido a Juan, y Juan ha reconocido al intelectual, el otro Juan, que no es él mismo, o acaso, quizás siga siéndolo aún: una versión exitosa y mejorada de Juan, con buen empleo y capital cultural, su contrapartida. Y va a casarse con la chica del lunar.
Desencajado, Juan suelta su brazo y deja que se marche, incluso con los 20 pesos. Había tenido el poder en sus manos y en un segundo todo se había desmoronado. Aquel callejón había logrado burlarse de él una vez más. Todo le da vueltas. Se recuesta contra la fría pared gris unos instantes para recuperar el aliento y la compostura. Ya no hay rastros de su otro yo en la zona.20:34. En silencio, se lamenta ser y no ser el otro Juan, se cuestiona por su verdadera naturaleza. Finalmente, decide que deba apurarse, tal vez el arroz no se haya enfriado del todo, pero los minutos son preciosos, eso se lo enseñaron en la repositora, y si espera encontrar un mínimo de tibieza en el plato es mejor avanzar sin rodeos. Agacha su cabeza, apura el paso, y continúa el recorrido por el gris callejón de su vida. No desespera, sabe que el color cambiará eventualmente, que esto es algo momentáneo, que sólo depende de algunas varias vueltas más de la aguja. Que todo, absolutamente todo, y debe incluir a su familia también, se hallan a merced de esta tirana giratoria. Sólo le queda rogar porque siga corriendo, cada vez más y más y más rápido, y todo será historia.
El viento no favorece a quien anda sin timonel, decisiones deben tomarse, de otra manera la giratoria lo encontrará en un futuro estancado. Eternamente 20:26.

1 comentario:

udmi dijo...

historia de la eternidad de Borges
asi se llama lo qe te dije hoy.


:)
este cuento es demasiado bueno.