jueves, 13 de noviembre de 2008

La moralidad del señor Biasutto

La mano. La mano de hombre pulcro, prolijo bigote, se apoya suavemente sobre la mano de mujer y sus dedos se deslizan imperceptibles, en una caricia cargada de intenciones. De intenciones puras, había pensado la ingenua, la mano de mujer, la de flequillo y camisa planchada. ¿De intenciones puras?. Esos dedos ahora desabrochan presurosos el cinturón, se arremangan y se apoyan breves instantes sobre los azulejos( los azulejos sienten la palma sudorosa) para tomar impulso y perpetrar lo indecible, lo imperdonable, lo indeleble. Y esos dedos arremeten y se atreven, y exploran lo que la ingenua siempre había negado de sí misma. La mano era suave y caballerosa, pero es agresiva y no repara en delicadezas. El orden desordenado, la cara contra la pared. Y los azulejos son testigos involuntarios de esa otra mano que se apoya contra ellos ¿desesperada?. La mano que sufre pero no llora, la mano que aguanta silenciosa el calvario. Los dedos que la invaden, falanges, uñas, todo, la escrutan, la escarban cómo si quisiesen hallar la raíz de algo. La puerta, los azulejos, ciegos, sordos y mudos. Y los gritos son silenciados por la mano más grande, esa que cubre y oprime, incólume, la boca del país entero, y también sus ojos.

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