jueves, 13 de noviembre de 2008

Un beso y una flor (al partir)

María se paró frente a mi, faltaban tan solo unos minutos para que se marchara y yo ya comenzaba a extrañarla. “No te vayas todavía ¿por qué te tenés que ir si no querés?”. Puso su delicada mano sobre mi cabeza, despeinándome el flequillo y alborotándome las ideas. “Vas a tener una buena educación, Flor. Prometeme que cuando seas grande te vas a ir a buscar un buen trabajo en la ciudad, prometeme que no vas a terminar como yo”. Pero yo quería ser como ella, con su cara de gitana, su largo y sedoso pelo negro, su piel transparente. La miré. Carecía de expresión alguna, era imposible que su cara delatara su ánimo, nunca lo hacía. “Sos la reina de las rocas, sabés”, siempre se lo decía, y creo que hasta había llegado a creerselo, tal era su hermética existencia.
La señora Mimí le tenía listo el equipaje ya: algunos corpiños y remeras; su mejor minifalda y el único camisón con encaje y puntilla que había poseído en su vida, hechos un bollo en la desvencijada valija. Se me ocurrió que adonde iría Maria haría mucho calor, a la playa seguramente. Me quería ir con ella, pero la señora Mimí dale que dale con que soy muy chica, que todavía me falta crecer y aprender algunas cosas (ja, si supiera lo bien que me las arreglo sola cuando ella se va a visitar a sus amigos). Cada mañana la veía empolvarse desde temprano, el rostro descascarado ya por tantas capas de barniz cosmético, inútil, tratando de ocultar lo inocultable, el paso de los años, las marcas en la piel. Su boca, de un color extremadamente chillón y llamativo. Era la señora artificial contra la supuesta belleza etérea de María y yo. Porque siempre nos decía eso, que teníamos “la rara belleza lánguida, y esa piel de porcelana que a los hombres les fascina. Si saben usarla, combinándola con un buen escote les irá muy bien”. Y la señora Mimí adoraba los escotes, casi tanto como los tacones altos. Se acrecentaba la profundidad de los primeros, cada vez mostrando más e insinuando menos, con el paso de los años, de la misma forma que acrecentaba la cantidad de barniz aplicado a su cuerpo corrompido y suspicaz rostro.
“Así que no molestes” decía ella, que ya en unos años yo iba a poder irme adonde iba María. ¿Adónde iba María?. “¿María, adónde vas?”. Me clavó sus ojos negros, que ojos más lindos, que ojos más inentendibles. Con María y sus expresiones no hay caso, pero si una tiene suerte, si una se acerca lo suficiente quizás algo llega a descifrar. ¿Y qué había en sus ojos hoy? Una mezcla de cosas, color de universo y soledad. Así es ella.
Sentí unos suaves pero apresurados golpes en la puerta, ya era hora. María se paró en el umbral de la habitación, luego giró sobre sí y su negra cabellera, larga hasta la cintura (y coronada por una flor blanca-pura en su oreja derecha), acarició toda su espalda. Me plantó un fugaz beso de despedida en la mejilla. La señora Mimí le dijo que no se olvidara de todo lo que le debía, que eso era lo menos que podía hacer para retribuirla. Nos había encontrado hace cinco años, cuando María tenía diez, cuando yo era una pequeña piltrafa tomada de su mano, sobre el camino de tierra que daba a su rancho, revolviendo entre sus residuos. Nos había dado alimento y techo. No era algo que pudiera llamarse precisamente un hogar, pero había hecho bastante por nosotras, y ahora se lo echaba en cara a María: “Es lo menos que podes hacer por mi. Vamos, te vas a hacer mujer de una buena vez y vas a ver que te va a terminar gustando. Todas se hacen las cocoritas al principio y después, después te acostumbrás. Es la vida que nos toca.” Y ella seguía quietecita, mirándola firme, creo que ni pestañó.
No quería que se fuera todavía. A pesar de que la señora Mimí me aseguró que estaría acompañada, que habría otras, una Florencia, una Marita y no me acuerdo quienes mas. La llamé y lo único que vi fueron sus ojos negros, esta vez hablaron y dijeron “prometeme”.
Corrí, me encaramé en la ventana del cuarto, y las vi a todas: todas en el camión, todas como María, de frescas ropas y ligero equipaje para tan largo viaje (las penas pesan en el corazón). Treinta ojos mirando hacia el camino y hacia la nada. Y pensé en la promesa, y pensé en que no podía cumplirla, no podía esperar a ser grande, ¡quería crecer ya!, no podía esperar para poder irme yo también, con tantas otras a la playa. Todas etéreas, todas frágiles, todas como María, todas impertérritas, todas reinas de piedra.

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