jueves, 13 de noviembre de 2008

Sube-y-baja

De pie frente al primer peldaño de madera, como cada mañana luego de desayunar, lista para buscar la mochila del dormitorio y comenzar el día. Son sólo veinte escalones, no es nada. Veinte escalones de madera oscura, encerados y relucientes, el trayecto ineludible que debe hacerse de un piso a otro, porque desgraciadamente aún no se me ha concedido la gracia del vuelo.
Mi mirada desciende hasta los pies envueltos en gigantísimas peludas pantuflas. El derecho, que siempre se ha caracterizado por ser el más valeroso, se halla levemente más cercano al primer peldaño, dispuesto a comenzar la subida, y el izquierdo, con la actitud resentida del que sabe que no tiene más remedio que seguir al otro, deberá entonces seguirlo. Lentamente, un paso y luego otro. Las pantuflas se deslizan peligrosamente por su cuenta, parecen hacer caso omiso a mi orden de detenimiento. Resbalosos, los escalones me observan desde su segura posición, abajo, con sonrisa macabra y así delatan el maléfico plan que han estado urdiendo, la trampa mortal que diariamente tratan de tenderme. Y en su maldad parecen hacerse más lisitos, más empinados, más cortos, demasiado cortos para las gigantísimas peludas pantuflas que pisan amenazadoramente las puntas de los mismos, se tambalean y siguen.
Casi intuyendo lo que vendría a continuación, levanté la vista: la siniestra escalera caracol se elevaba ahora hasta el infinito, retorciéndose en maldita espiral de multiplicados escalones, multiplicadas también sus sonrisas macabras y la sorna en sus ojos de brillo maderil. De pronto las pantuflas se han estancado, a mitad de camino se han estancado y no hay baranda. Había una, sí, pero como es lógico al plan maléfico, ya no la hay. El frío proveniente de mis gélidas entrañas, congeladas por el pánico, contrasta con el calor de mis pies que se asfixian en las gigantísimas peludas pantuflas. De quitármelas podría subir con más seguridad. Pero no salen, no, porque se han percatado de mis intenciones y se aferran a los pies con más fuerza aún, y el calor vuelve a subir desde estos pies asfixiados al resto del cuerpo. Uno, dos, tres, cuatro escalones más, y el dolor se hace insoportable. Uno más, y puedo sentirlos rojo sangre, ardiendo, derritiéndose dentro de las pantuflas y los escalones tan lisitos, encerados, ahora también brasas ardientes.
Me dispongo a hacer lo único que queda por hacer: (y sorpresivamente la distancia con el siguiente piso ha vuelto a acortarse) Tiro con todas mis fuerzas de la pantufla izquierda, garrapata que se ha amalgamado con mi cuerpo, tiro con todas mis fuerzas y un dolor punzante me golpea, me brota desde abajo, y luego cede para dejarme percibir que la pantufla se ha desprendido, y con ella mi pie izquierdo, con la actitud resignada del que no tiene más remedio que seguir al otro, en este caso la pantufla. Y la escalera se ha hecho eterna nuevamente, extendiéndose, gran paradoja, hacia infiernos de escalones más empinados y más y más lisitos. Era la trampa mortal, desde luego, el plan maléfico llevado a cabo a la perfección.
La pantufla derecha aún así, obstinadamente decide que debe avanzar, pero no hay izquierda que la siga, no hay pisada que secunde a esta primera, tambaleante. La caída era inminente e inevitable el encuentro con las duras baldosas.
Desciendo en picada ante los miles de escalones, su sonrisa macabra más macabra que nunca. Luego mi madre me encontrará tendida al pie de la escalera, e intentará en vano pegarme el desprendido y maltrecho pie con poxipol (ya te dije que no se puede, ma). Cosas que pasan.

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