jueves, 13 de noviembre de 2008

Forever young

Los verdes ojos de Daniela se abrían y cerraban, molestos, en el acolchonado asiento del micro. Estaba incómoda, no podía dormirse. No era demasiado tarde y además todavía le duraba la conmoción por lo que acababa de vivir.
Si bien siempre había colaborado con alimentos y ropa vieja, era la primera vez que le tocaba participar también en el viaje. Se organizaba cada año, con los alumnos de primero, segundo y tercero que quisieran asistir. Eran tan solo tres días, una visita breve, llevar las cosas y hacer algunas actividades con los chicos. No se les solucionaba la vida, pero al menos una sonrisa momentánea se les sacaba (para volver con la conciencia tranquila, el que queda satisfecho de haber cumplido la labor de buen samaritano luego de tres días, y se otorga el derecho a olvidarse de ellos el resto de los 362 días del calendario). Y no se podía dormir.
Le duraba en los brazos, en los codos, en los dedos, la sensación de todas esas manitos de tierra, diminutas, aferrándose a ella; sonrisas de caries hablándole con vehemencia, susurrándole con tonadita, plegarias de todos los colores, como si ella fuera una especie de Virgen María a quien adorar, una salvadora ante quien rendirse. Era la primera vez que ella estaba en el Chaco, y las manitos le agarraban hasta las rodillas.
Les habían pasado algunas películas, junto a catorce compañeros más les habían pintado y reacondicionado dos aulas. Hicieron rondas con ellos: jugaron sus juegos, cantaron sus canciones (ay que vergüenza la niña en penitencia, su madre le ha retado por hacerse la sinvergüenza. ¡Dale un besito a quien le querés mucho más, pero menos a tu mamá!), los cargaron a caballito, les prepararon una obra de títeres y hasta una corografía con un tema de Chiquititas, y chufa-chufa-chá, a jugar que se es feliz por un ratito, a remendar con parches los corazones con agujeritos.
Miró por la ventana, era de noche. Oscuro, oscuro, excepto por una estrella perdida, quizás la última. Trató de dormirse, dejar que el mundo onírico hiciera total y completa posesión de su cuerpo. Recurrentemente, soñaba que volaba, de día y de noche volaba: con el pensamiento, el sentido y las ganas. Deseaba levitar en lo nublado, en lo soleado, en las zonas de nubosidad indefinida, en los espacios vacíos, en los azules fragmentados. Cerró los ojos e hizo mucha fuerza. Le hubiera gustado transformarse en paloma ahí mismo y volver a despedirse como corresponde. Sentía que la habían arrancado de aquel lugar. ¿A quién se le ocurre? Más de 1000 kilómetros de viaje para pasar un par de días y luego “un beso, que estén bien, nos vemos el año que viene, nos vamos porque se nos hace tarde para nuestra excursión en la algodonera”. Algodonera. Sí, ¡algodonera!. ¿A quién se le ocurre que podría interesarle la algodonera luego de las cosas que acababa de ver?. Gustosamente, Daniela se hubiera quedado más tiempo, pero, oh no, la algodonera no podía esperar. Así, se la arrancaron de las manos. Se quedaron ellos, sin su virgencita, ellos que eran santos de cara renegrida.
Antes de salir, había visto como un padre le pedía a una profesora que se llevara a su hijo a Buenos Aires, para que tuviera. Escuchó el discurso: “otra vida, oportunidades”. La mujer tuvo que negarse a aquel niño entregado como paquete. En el rostro de éste, el rechazo de toda una sociedad. Tener las suelas rotas y un vacío en el estómago significa lo mismo, y Daniela lo sabía, tanto en Villa Crespo como en Chaco. Quizás era la ilusión de la lejanía, la que irónicamente permitía a los chicos de esta escuelita ser mas “merecedores” de su caridad, pero NADA, excepto la tonada al pedir, los diferenciaba de los que ella veía a diario. Mismo abandono, mismo desasosiego, el amor en penitencia, por culpa de otros, responsables, los verdaderos “sinvergüenzas”.
Se tocó el bolsillo, asegurándose de llevar la carta que un nene con orejas grandes y pies pequeños le había entregado. La tenía. Los bolsillos le volvían, sin embargo, también intensos, llenos de un cariño como pocas veces había recibido. Era de quienes se lo entregaban incondicionalmente, los desprotegidos, y ella se los hubiera llevado a todos en esos mismos bolsillos. En cierto sentido, así lo hizo.
Daniela pensó en su casa, en su hermana Camila, en lo contenta que se pondría cuando llegara y le contara lo que le tocaría vivir en carne propia el año entrante. ¡Había crecido tanto en este pequeño viaje! Y ya había decidido, luego de egresarse en 2008, estudiaría trabajo social.
Julieta y Delfina interrumpieron su glorioso momento reflexivo y la sacaron de su ensimismamiento:
-Estamos jugando al truco adelante y nos falta uno, ¿te prendés?
Claro que se prendía. Y ahí fue Daniela, para distraerse un rato, hacia los primeros asientos del micro. Y ahí se fue ella, toda ella y otras diez vidas más. El impacto fue devastador, el daño, irreversible.
“La responsabilidad recae sobre el chofer de un camión que venía de frente, por el carril contrario”, dijeron los medios de comunicación, “se quedó dormido”, dijeron, “una tragedia muy dolorosa/ accidente fatal”,dijeron, “once vidas”, dijeron. Once vidas. ¡Pero si no fue así! Si fueron once pájaros los que remontaron vuelo, esa misma noche, en el cielo de Reconquista. Daniela desplegó sus alas, por fin, lo que tanto había anhelado, y en el exacto momento en que el techo se abrió, se abrió el cielo, para dar paso a la única paloma de ojos verdes que habría de conquistarlo alguna vez, la virgencita, escoltada por otros diez alados. Y marcaron rumbo hacia la línea donde el firmamento se funde con madre tierra, manchada ya por los primeros rayos de una aurora rojiza. Luego se perdieron, las por siempre jóvenes aves, coronando las nubes, y más arriba, más, más arriba, hasta que ya no hubo más que trazos de plata y amor, y la impronta de perdurables ecos, aleteando eternamente en el aire.

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